jueves, 22 de abril de 2010
¿Democracia sin gobierno, sin partidos y sin ciudadanos?
Adolfo Sánchez Rebolledo
Una de las consecuencias más negativas de la crisis de credibilidad en la que se halla sumergida la llamada clase política es el desprestigio del gobierno como tal, casi con independencia de sus acciones concretas, de sus objetivos o su filiación ideológica. Se ha conseguido lo que hace algunos años parecía imposible: poner en el mismo nivel a los políticos provenientes de la izquierda o la derecha, sin que, ciertamente, entre ellos se perciba un esfuerzo mayor, sistemático, pedagógico, para negar que todos son iguales y, más importante aún, para justificar ante la sociedad la necesidad de contar con partidos e instituciones especializadas” en el arte de gobernar y no sólo en la conquista y el usufructo de las cuotas de poder. Las razones de este creciente deterioro del ideal democrático en la vida pública nacional han sido objeto de numerosas investigaciones cuyo valor no siempre se ha justipreciado, pero lo cierto es que estamos en un punto muy bajo en aquello que se da en llamar “la calidad de la democracia”. En cierta forma, por canales inesperados, ganó audiencia la contrautopía según la cual la sociedad más feliz es aquélla donde privan los impulsos concurrentes de unos ciudadanos cuyos actos están regidos por el interés egoísta ante el mercado, pero modulados por las virtudes éticas que la religión provee. Como si fuera un castigo por los años de predominio monocolor de un partido apéndice del Estado, hoy se revive, casi como una caricatura, el ideal antidespótico que ve en el gobierno a la encarnación del Mal, salvo, claro, cuando ciertos intereses se sienten amenazados y pasan sin mediación de negar a la autoridad a exigir la “mano dura” en todos los asuntos conflictivos. Es en ese clima de pura negatividad donde se afirman los poderes “fácticos”, cuyo ascenso marca esta primera década de alternancia. Son ellos los que marcan el ritmo e imponen la tonada que los partidos cantan. De su fuerza, sobre todo hablando de los medios, depende en mucho la valoración colectiva sobre las urgencias nacionales y, dada la crisis constitucional de la escuela como reproductora de valores, pretende afincar un catecismo “ideológico” que reduce y simplifica cierta visión del mundo.
De la escena nacional han desaparecido, o sólo se ven de forma intermitente, los debates de mayor aliento que podrían servir como columna vertebral para una recuperación de la esperanza, entendida como esa forma de confianza en el futuro que hoy parece haberse extinguido. La inmediatez de la mecánica electoral, tan importante para el diseño de un Estado democrático, se ha yuxtapuesto al reconocimiento esencial de que en una sociedad plural lo determinante es saber conjugar la deliberación más amplia y profunda con el respeto al principio de mayoría. Esa es la mejor garantía para mantener viva y despierta a una ciudadanía que quiere ser tratada como un sujeto adulto y responsable, y no como un “cliente” ignorante y manipulable.
El intento de reducir la pluralidad por la vía de los recortes a la representación mediante candados u otros subterfugios que garanticen mayorías automáticas, no sólo contraviene la regla democrática, sino que, al final, termina por afirmar las visiones más autoritarias sobre el gobierno. El intento de impedir que el pluralismo se exprese en los órganos de representación –el Congreso y las cámaras locales– en virtud de la más estricta proporcionalidad, como correspondería a un desarrollo lógico del régimen político que viene de formas presidencialistas autoritarias, responde a la pretensión, esa si restauradora, de darle al Presidente un poder que niega la pluralidad existente, la traduce a un bipartidismo obligado e impide la maduración de la división de poderes, cuya afirmación, lejos de ser una traba, es una de las conquistas reales, verificables de nuestra accidentada transición. En vez de buscar cómo reformar el gobierno y hacer más eficiente la relación entre el Ejecutivo y el Congreso, los jefes políticos sólo piensan en cómo darle más poder al Presidente en turno (cada cual pensando en su turno), pues no han aprendido a conducir un país que es diverso y pluralista sin servirse de los viejos instrumentos que antaño resultaban funcionales. Al mismo tiempo, en vez de que los partidos se transformen en escuelas de democracia, lo que vemos es cómo se instrumentalizan para servir como correas de transmisión de los grupos de poder que en verdad definen las agendas, con lo cual la vida pública se empobrece y la ciudadanía se degrada. Se nos quiere convencer de que no hay otro camino para el progreso que el inscrito en el programa reformista de corte liberal (con aditamentos compensatorios) cuya larga historia revela la miseria política e intelectual de una “clase gobernante” incapaz de asumir los desafíos de la globalización y la problemática derivada de la creciente demografía y la desigualdad. El afán imitador, la sumisión incondicional a la idea fatalista de que “no hay otra alternativa”, se impuso en la mentalidad de los grupos de poder arrasando con toda suerte de resistencia. Cualquier otra tesis se tiró a la basura calificándola como anacrónica, conservadora, no moderna. México se graduó pronto con altos honores ante el tribunal del poder trasnacional como un país cumplidor de las recetas elaboradas en Washington, pero el sueño duró muy poco antes de convertirse en pesadilla. El presidencialismo apuró las últimas gotas con Carlos Salinas de Gortari y, luego, vino la crisis, el derrumbe de la economía, la ruptura de los equilibrios del pasado, la soledad de la “integración” a un Norte que repele la vinculación laboral, humana, la violencia desatada en todas sus expresiones, los gobiernos divididos, la alternancia presidencial y, finalmente, el impulso al cambio en 2006, sostenido –que no reconocido ni aquilatado en su significado más profundo– por millones de ciudadanos que ya no querían más de lo mismo. De esta cadena de sinrazones, los únicos que han salido vencedores han sido los poderes fácticos, en particular los grandes medios electrónicos, cuyo poder no cesa de crecer mientras muchos políticos, atrapados en sus redes, esconden la cabeza. Esta es la situación actual, agravada por la guerra contra el crimen organizado que amenaza con las descomposición total de las instituciones, incluyendo a la última salvaguarda del Estado, que es el Ejército, por no hablar ya del aparato de justicia que para ciertos efectos hace mucho es inexistente. Pese a todo, los partidos prefieren el gradualismo al paso rápido que la situación exige y se dejan hablar al oído por quienes de alguna manera se creen intocables. Las dudas planteadas en cuanto a la conveniencia de aprobar la ley de medios presentada por Javier Corral demuestran hasta qué punto existen políticos al servicio directo de las empresas, o muchos que temen desaparecer de la escena-pantalla electoral, lo cual es una completa aberración democrática. Pero también hay dudas muy serias en cuanto a la necesidad de sujetar a los militares que ilegalmente actúan como policías a los tribunales civiles. Y esto, a estas alturas, es muy preocupante. Si los políticos no son capaces de hacer aquí y ahora las reformas necesarias dictadas por la realidad, no por un fantasioso manual de buena conducta universal, México seguirá en riesgo.
PD: A Pepe Woldenberg y a los suyos a la hora de la dolorosa travesía.
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