09 de diciembre de 2009
2009-12-09
La crisis de las instituciones mexicanas encargadas de dar seguridad a la población ha llegado a extremos en diversas zonas del territorio nacional, fundamentalmente en la frontera norte, en el triángulo que forman Sinaloa, Durango y Chihuahua, así como en las costas de Michoacán y Guerrero. Lo que caracteriza a estas regiones, donde la violencia se ha desbordado y las ejecuciones no dejan de crecer, es la virtual inexistencia de policías federales, estatales o municipales capaces de garantizar mínimos de seguridad para la ciudadanía. Estos cuerpos hace ya tiempo que fueron vulnerados por los intereses del crimen organizado, sin que el Estado haya podido rescatarles hasta ahora.
Frente a esta realidad, el jefe del Estado mexicano tomó la decisión de enviar al Ejército y a la Armada para suplir a las instancias civiles del orden público en las regiones donde los cárteles se habían convertido en la autoridad más elevada entre la sociedad. Al hacerlo así, eligió a una institución cuya naturaleza es el uso desproporcionado de la fuerza, a diferencia de las instituciones policiales cuya esencia es el uso equilibrado de la violencia. (Si un ciudadano se pasa un alto, la policía debe detenerlo. Si otro se sigue de largo frente a una orden militar, los militares tendrían facultades para ir más lejos).
El gobierno federal ha argumentado que el ingreso del Ejército fue un recurso de última instancia. Una decisión que conllevaba efectos indeseables pero que se justificó por el bien del país. Con los cuerpos policiales desvanecidos, era obligación del Estado recuperar los territorios tomados, aunque se escalara en el uso de la violencia, se sometiera al Ejército a un eventual desgaste en la opinión pública y se pusieran en riesgo los derechos y las garantías de ciudadanos inocentes.
A tres años de los operativos, comienza la corrosión sobre la imagen castrense. Para evitar ingenuidades ha llegado el momento de asumir que las Fuerzas Armadas viven hoy entre dos fuegos: el del crimen organizado que no se sabe detener frente a un uniforme militar y el lanzado por una población que se resiente cada día más inquieta y menos tolerante ante la presencia, sin límite temporal, del Ejército en las calles.
Esta paradoja pareciera no encontrar solución y sin embargo debe resolverse. Una pista para ello sería que ahí donde el Estado haga funciones de seguridad pública —indistintamente de las instituciones responsables— se cumplan rigurosamente las garantías individuales, los criterios de protección a los derechos humanos y el debido proceso judicial. El mexicano es un Ejército que lleva en el nombre el adjetivo “constitucional” y por tanto debe poner en el centro de su actuación el primero de los capítulos de la Carta Magna; en ella se encuentran las bases irrenunciables de nuestra democracia. Para enfrentar a los criminales y a la vez cuidar el prestigio de las Fuerzas Armadas, habrían de velarse hasta la obsesión los mandatos constitucionales. También sería deseable que el Ejército trabaje muy de cerca con las organizaciones de derechos humanos, las que realmente existen y que llevan sello de ser genuinas. Y por último, sería conveniente que se establezcan plazos en que los militares mexicanos dejarán la seguridad pública en manos de las nuevas y reconstruidas policías democráticas.
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1 comentario:
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