Nuestra sociedad se va deslizando vertiginosamente de lo violento hacia lo siniestro. La guerra entre las hordas criminales ha permitido la ostentación de las mentes más desquiciadas y ha creado el contexto idóneo para que éstas den rienda suelta a su locura.
Los tétricos rituales incrementan su parafernalia con el tiempo: un día lanzan siete cabezas en un bar de Michoacán, otro día sumergen personas en tambos con cemento, más tarde un individuo confiesa haber desintegrado en ácido a 300 cadáveres. La carrera por hacer desaparecer al rival no conoce límites.
Apenas ayer nos encontramos con la noticia de que aparecieron pedazos de rostro, ojos, brazos, piernas y demás fragmentos de personas mezclados con carne de cerdo; una combinación destinada a mandar sabe Dios qué mensaje. A golpe de tan funestas noticias México se volvió un país en donde todo esto puede ocurrir sin despertar ya el asombro. Desde las muertas de Juárez hasta los desmembrados de ayer se traza una geometría en la que los asesinos en serie, los dementes sin remedio, los adictos a la violencia, los narcos, los secuestradores y los rateros se mezclan en una incontenible espiral de destrucción de lo humano.
Frente a esta realidad ya no basta con discutir acerca de la legalidad, las instituciones, la democracia, los derechos y otros conceptos propios de una sociedad con una base mínima de cordura. Esta circunstancia sin civilización ni norma habla de una ruptura del sujeto que actúa en sociedad mucho más honda de lo que estamos dispuestos a aceptar. Sus efectos sobre las poblaciones son aún incalculables, antropológica y sicológicamente hablando.
El ritual de lo macabro en México necesita urgentemente de un punto final.
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