Lo que diga (o deje de decir) Vicente Fox no nos debería importar demasiado. Suele hablar primero para luego pensar. No es un caso de voy a pensar lo que voy a decir; es un caso de decir y luego pensar lo que ha dicho.
A finales de enero, Fox alentó a los alcaldes panistas a hacer campaña. Se le olvidó que los que ocupan cargos públicos deben abstenerse de hacer labor partidista. Les dijo que él había hecho campaña política durante su sexenio cuando encargó a otro(a) el changarro de Los Pinos. ¿Changadera o changarrera? Podría ser. Hay quienes piensan que con Fox nunca se sabe, que es capaz de sorprender a cualquiera, que es impredecible.
Lo cierto es que Fox no sorprende. Nos ha acostumbrado a escucharle las frases y comentarios más insólitos. La lista de tonterías dichas por él es muy larga y él es el primero en darse cuenta de que habla demasiado. En varias ocasiones me confesó que no debería abrir el pico tanto. Pero ello no lo disculpa.
Durante el sexenio del presidente Ernesto Zedillo estuve al frente del consulado en Barcelona. Hubo un desfile constante de gobernadores y alcaldes que vinieron a promover inversiones y programas de cooperación con las autoridades catalanas. Cuando supe que el gobernador Vicente Fox haría una visita, le pedí a su oficina en Guanajuato que me enviara el programa de sus actividades. Eran exclusivamente de carácter comercial. Insistí y conseguí que se incluyera algo distinto y le organicé una cena con intelectuales y académicos. Cuando llegó a la cita anunció sin ambages: Quiero que sepan que soy franquista.
Los comensales se quedaron fríos. Me apresuré a decirle que su comentario no había sido muy afortunado pero que podría remontar el marcador durante la cena. Y así lo hizo, hablando de sus aspiraciones presidenciales y de su gestión al frente del gobierno guanajuatense. Mis invitados pronto se olvidaron de su frase inicial.
Así conocí a Fox. Lo volví a ver en una recepción que le organizó el embajador en Madrid cuando hizo una visita como presidente electo en octubre de 2000. Ahí estuvieron muchos de los principales dirigentes políticos e intelectuales españoles. Tenían curiosidad por conocer al símbolo del cambio político de México. En esa ocasión hizo lo que sabe hacer mejor: relaciones públicas, apretones de mano y autopromoción. Tiene su pegue.
Luego lo traté con cierta frecuencia cuando fui subsecretario de Relaciones Exteriores. Me encargaron África, Asia, Europa y los asuntos multilaterales. Hubo muchos viajes y reuniones con el presidente. Me sorprendió el nivel de sus colaboradores. Eran muy pocos los que sabían leer y escribir. Recuerdo que viajando por Corea me puse a redactar una nota para el presidente. Mi vecino en el avión, un muy cercano colaborador del presidente, vio que estaba escribiendo algo y me preguntó: Oye, y ¿quién es ese cuate Pyongyang?.
Con Fox se cumplió a cabalidad el pronóstico que en 1952 hizo Daniel Cosío Villegas cuando escribió que si algún día el PAN llegara a gobernar, lo haría muy mal porque no contaba con los cuadros experimentados para hacerlo. Pero lo que más me sorprendió fue el propio presidente. Muy pronto caí en la cuenta que la mediocridad de muchos de sus colaboradores tenía un defecto de origen. Entre las pocas personas cercanas a Fox que creí que eran seres pensantes hubo dos que no habían surgido de las filas del PAN. Les pregunté en qué momento se habían dado cuenta de las limitaciones de Fox. Ambos contestaron que desde un principio, cuando lo conocieron. Les comenté que no se valía que no lo ayudaran.
Cada uno de esos individuos estaba más interesado en su propia agenda que en la del presidente. ¿Por qué no le dijeron que era descabellada la idea de los llamados súper secretarios o coordinadores de los distintos sectores? Ese experimento fue un fracaso rotundo. ¿Cómo fue posible que el secretario de Relaciones Exteriores manejara esa dependencia a su antojo personal, como si fuera su coto privado? ¿A quién se le puede ocurrir crear cinco subsecretarías? Ambos abusaron de la confianza que les depositó el presidente. No le echaron la mano.
Lo cierto es que a Fox le dio flojera ser presidente. Siempre prefirió las campañas políticas por encima de la chamba de oficina, el trabajo de administrador, la talacha de cada día. De ahí su llamado a los alcaldes panistas.
Recuerdo que recién iniciado el sexenio vino a México Tony Blair. Acababa de ser relecto primer ministro de Reino Unido. En una de sus pláticas con el presidente Fox, éste le confesó que le envidiaba el haber tenido dos campañas políticas y agregó que eso era lo que a él le gustaba y no la rutina de ser presidente. En efecto, para muchos el sexenio de Fox terminó el 2 de julio de 2000.
Vicente Fox no parece haber comprendido bien el momento histórico que le tocó vivir. Pensó que el mero hecho de haber llegado a la presidencia era suficiente. Se le olvidó que un sexenio consta de seis años. Dejó de lado las propuestas para una reforma de Estado. No sentó las bases para modernizar el sistema político mexicano, mismo que hoy da muestras de un resurgimiento de viejos vicios y prácticas. Su legado político en casi todos los renglones es negativo.
Fox pudo haber sido el artífice de una transición hacia un sistema político y social más transparente y justo, más acorde con las aspiraciones de buena parte de la población de nuestro país. El cambio que representó ese 2 de julio de 2000 se quedó en el tintero. No le interesó el changarro.
A la memoria de Beba Pecanins
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