El hallazgo de 13 decapitados en el estado de Guerrero, entre los que se ha identificado a ocho militares y un ex director de la policía preventiva estatal, constituye una nueva demostración del fracaso de la “guerra” emprendida por el gobierno federal en contra del narcotráfico y el crimen organizado.
A pesar de los espectaculares operativos y los constantes anuncios sobre capturas de delincuentes y decomisos de droga, armamento y dinero en efectivo, la cruzada emprendida desde el inicio de la actual administración –en el contexto de la cual se han militarizado vastas zonas del territorio nacional– no sólo no ha logrado disminuir el sentir de inseguridad que recorría el país antes de ponerse en marcha, sino que lo ha incrementado: al día de hoy, las acciones del gobierno federal no parecen haber debilitado ni reducido el margen de maniobra de los grupos criminales; antes bien, éstos perpetran acciones cada vez más bárbaras que, además de sembrar temor, zozobra y angustia en la población, constituyen mensajes de abierto desafío a las fuerzas del Estado. Durante los meses recientes, la sociedad mexicana ha atestiguado con espanto un incremento inusitado de la violencia en el país –la cifra de asesinatos en los dos años recientes asciende a más de 10 mil, de acuerdo con un informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos– y una erosión sostenida de las instituciones de seguridad pública. Tales elementos, en conjunto, ponen en severo entredicho las afirmaciones de que el gobierno está “ganando la guerra al crimen organizado”.
La situación descrita, sin embargo, no es sorprendente si se toma en cuenta que la estrategia antinarco del presente gobierno acusó de origen errores en la planificación, ausencia de definiciones y concepciones integrales en torno al crimen organizado y sus causas –sociales, económicas e institucionales–, y una falta de coherencia inadmisible por cuanto se avanzó en una opción policiaco-militar sin emprender antes una depuración profunda de las corporaciones de seguridad pública infiltradas por los grupos delictivos.
Nadie puede negar la necesidad de combatir la delincuencia organizada y de salvaguardar la seguridad pública y el estado de derecho; tampoco puede discutirse que esas tareas son responsabilidades irrenunciables del Estado. Sin embargo, ante este apabullante panorama de violencia, ante la sangría imparable que se ha desatado en el territorio nacional, y ante la desarticulación que acusan los órganos de seguridad pública, resulta inexorable demandar una rectificación urgente en la estrategia de seguridad del gobierno federal: es necesario avanzar por una vía que contemple, primordialmente, las acciones de inteligencia policiaca; que asuma que el empleo de la fuerza policial y militar debe ser el último recurso, no el primero; que se complemente con una política económica viable, que ayude a resarcir un tejido social desgarrado por más de dos décadas de neoliberalismo y a disminuir, en ese sentido, las inmorales condiciones de pobreza, desigualdad y marginación que recorren el país; en suma: que reconozca el fracaso de las políticas de seguridad que se han seguido hasta ahora y se disponga a enmendarlo con sensatez y sensibilidad social.
lunes, 22 de diciembre de 2008
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