En tanto que ciudadano particular y abogado litigante, Fernando Gómez Mont tiene el derecho irrestricto de sostener las opiniones personales que desee. Sin embargo, en el cargo que ejerce desde la semana pasada, el segundo más importante en el Poder Ejecutivo, debiera expresarse con rigor, precisión y orden en las ideas. Por ello, es lamentable que ayer se haya referido al combate al narcotráfico como una manera de “honrar los ideales revolucionarios”. Cabría esperar que un secretario de Gobernación tuviera claro el significado del conjunto de gestas políticas y sociales que convulsionaron al país a partir de 1910 –y aun desde antes, si se consideran las luchas obreras en Cananea y Río Blanco–, las cuales no tuvieron como propósito perseguir el tráfico de drogas –responsabilidad indeclinable del gobierno, sin duda—, sino construir una nación democrática, equitativa, soberana y con justicia y bienestar sociales.
Una parte de las propuestas de las facciones revolucionarias no se logró nunca, y aquello que llegó a concretarse lo han revertido los gobiernos neoliberales que se han sucedido desde 1988 a la fecha, de los cuales forma parte el que encabeza Felipe Calderón Hinojosa.
El combate a la delincuencia no requiere de justificaciones: es un deber intrínseco del Estado. Vincular el pobrísimo desempeño del presente gobierno en esa materia con los ideales que animaron la Revolución Mexicana parece, en cambio, una salida equívoca y meramente discursiva para cubrir el expediente de una conmemoración oficial que resulta claramente incómoda para esta administración, cuyas raíces históricas no se encuentran en las luchas transformadoras de 1910-1917 sino en el conservadurismo y la reacción, y que ha buscado en forma sistemática disminuir y desvirtuar elementos torales del legado revolucionario como el seguro social, el estatuto público y nacional de la industria petrolera y, con el argumento del combate a la delincuencia, algunas de las garantías individuales consagradas en la Constitución.
Otro pasaje del discurso de Gómez Mont que denota un escaso contacto con la realidad nacional del momento es su reconocimiento tácito de la carencia de “policías de probada honstidad” con las cuales hacer frente a las mafias del crimen organizado.
Tal señalamiento fue formulado por diversos sectores de la sociedad hace casi dos años, cuando la administración calderonista, entonces en su arranque, emprendió una movilización policial y militar, tan aparatosa como improvisada, contra las mafias dedicadas al trasiego de drogas. Se dijo, entonces, que el estado de infiltración y corrupción de las corporaciones de seguridad pública haría improbable –en todo caso muy sangriento– el proclamado empeño gubernamental, y se advirtió que el fenómeno del narcotráfico no podría erradicarse con métodos meramente policiales, pues para ello se requiere, además, de políticas económicas generadoras de bienestar y empleo, estrategias de salud pública, medidas de control financiero y trabajo de inteligencia de los organismos del Estado.
De entonces a la fecha, los errores gubernamentales en este terreno se han traducido en una mortandad mayor que la sufrida por las tropas estadunidenses en toda la guerra de Irak, en un gravísimo deterioro de la seguridad pública y del estado de derecho, en un severo desgaste de la credibilidad institucional y en una zozobra ciudadana sin precedente en la historia moderna del país. El propósito de limpiar las corporaciones policiales esbozado ayer por el secretario de Gobernación en la primera alocución pública de relevancia desde que asumió el cargo, debió ser una premisa, no una conclusión, de una estrategia de seguridad pública equivocada y de consecuencias trágicas.
viernes, 21 de noviembre de 2008
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