Álvaro Delgado
Las consecuencias aún están por verse, pero el mensaje de Andrés Manuel López Obrador, a un mes de tomar posesión como presidente de México, es inequívoco: reduce a cascajo la obra insignia de Enrique Peña Nieto para reafirmar la autonomía del Estado y trazar los linderos entre el poder económico y el poder político.
Con una consulta con tantos fallos que es calificada hasta de “payasada”, López Obrador ratifica con esta decisión la renovación tajante prometida para acabar con la corrupción, que deberá serle recordada a diario: “Ya no se van a privilegiar intereses personales o de grupo. Ésta es una muestra: no se permitieron presiones de nadie”.
Y contrastando las críticas a su decisión, avalada por 1% del padrón electoral, desdeñó el “miedo”inducido: “Imagínense, el Estado mexicano, un Estado democrático de derecho -porque a esto aspiramos- supeditado a mercados financieros, ¿Quién manda? ¿No es el pueblo? ¿No son los ciudadanos? ¿No es eso la democracia? Ése es el cambio”. Para quienes no lo conocen, no le creyeron o ya lo habían olvidado, esta determinación les parece insólita y hasta temeraria. No lo es: es el estilo personal de ejercer el poder de López Obrador y que contrasta con las formas de la política tradicional, como el Pacto por México, que no consultó ni a partidos ni al Congreso, menos a los ciudadanos. Hace exactamente dos décadas, en agosto de 1998, López Obrador generó una colvulsión semejante a la actual: Como presidente del PRD, también en un contexto de polarización, organizó una consulta sobre el Fobaproa, cuya panza acumuló una multimillonaria deuda privada que el gobierno de Ernesto Zedillo quería cargarle a todos los mexicanos.
Aunque Zedillo se salió con la suya, gracias a que el PAN, presidido por Felipe Calderón, avaló el saqueo de empresarios, banqueros y políticos, la consulta de López Obrador tuvo el mismo objetivo que la convocada para el Nuevo Aeropuerto Internacional de México: La participación de los ciudadanos en temas que le conciernen y, como ahora, convalidar una decisión tomada.
En la consulta sobre el Fobaproa votaron tres millones de personas, el triple de la que acudió a la del NAIM, pero, como ahora, se socializó el rescate bancario cuyo costo, a marzo de 1998, ascendía a 552 mil millones de pesos que incluía, entre sus pasivos, créditos otorgados sin garantía a los propios banqueros, empresarios, políticos y hasta el PRI. La élite política, económica y mediática de entonces reprochó a López Obrador consultar con la población asuntos tan complejos como los financieros, exactamente como ahora objetó preguntar sobre asuntos aeronáuticos, pero en ambos casos estaban -están- involucrados multimillonarios recursos públicos para beneficios de una minoría. Muchos lo han olvidado, pero el Fobaproa-IPAB administra pasivos de unos 900 mil millones de pesos que, cada año, cuestan a los mexicanos miles de millones. El aeropuerto en Texcoco iba en esa ruta por el costo del mantenimiento y para impedir un colapso ambiental.
Se acabó.
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