El 15 de julio el virtual presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, dio a conocer el plan de austeridad para su gobierno. Foto: Benjamín Flores |
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Don César Garizurieta, alias “El Tlacuache”, acuñó durante el sexenio de su amigo de la infancia, el veracruzano Miguel Alemán Valdés, la frase que se convirtió en dogma de fe para la burocracia en la época dorada del priismo y también de la alternancia panista y de los gobiernos perredistas: “vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error”.
Y vaya que dinastías enteras de políticos, devenidos en empresarios, legisladores permanentes, diplomáticos exprés, multichambas, gobernadores o simples caciques llevaron la máxima del Tlacuache hasta sus últimas consecuencias.
No en balde, el sexenio del Cachorro de la Revolución, en la segunda mitad de los años cuarenta, se convirtió en el símbolo de la corrupción moderna y en el fundador del Partido de la Revolución Institucionalizada.
Como esta máxima, muchas otras fueron acuñadas en la era priista y continuaron en la alternancia del PAN-PRI: “el que no transa, no avanza” para justificar la corrupción como un aceite para la movilidad política; “un político pobre, es un pobre político”, la sentencia más famosa del cleptócrata priista por excelencia Carlos Hank González; “no quiero que me den, sino que me pongan donde hay”, para los huachicoleros profesionales del presupuesto federal; y la más mencionada en la última parte de los sexenios: “en el año de Hidalgo, pendejo el que deja algo”.
La picardía mexicana siempre consideró al presupuesto público como un botín. A las dependencias federales como un trampolín para la riqueza. Los cargos públicos como una patente de corso. Y las obras públicas como un sinónimo del hurto: “donde hay obras, hay sobras”, gustan decir los alcaldes, gobernadores y secretarios de Estado.
Esta larga y arraigada cultura política del uso y abuso de los cargos públicos se enfrentará ahora a una decidida y reiterada mantra del próximo gobierno de Andrés Manuel López Obrador: “Ya llegó la hora de que sea el gobierno federal el que se apriete el cinturón”.
Esa fue la sentencia del ganador de la elección presidencial al dar a conocer el 12 de julio las 50 medidas de austeridad y lucha contra la corrupción de su próximo gobierno, junto con 13 reformas legales para reducir la “burocracia obesa” de un modelo neoliberal que siempre vio al gobierno como un enemigo.
Paradójicamente, el sexenio de López Obrador, político considerado como “populista” o de “izquierda” podría convertirse en más liberal que los mismos neoliberales y tecnócratas exquisitos.
El plan de López Obrador no es una broma ni una moda para sus colaboradores. Incluye, entre sus 50 medidas, la eliminación de servicios de seguridad (guaruras), restringir el uso de choferes, prohibir viajes y pagos de viáticos sin necesidad, prohíbe la contratación de familiares en la estructura de gobierno, el uso de los vehículos públicos para fines privados, recibir regalos de más de 5 mil pesos o la contratación de cabilderos, entre otros puntos.
El pasado 15 de julio, López Obrador aterrizó una de las primeras medidas de la austeridad que lo involucra a él: disminuyó en 60 por ciento los ingresos del jefe del Ejecutivo. De los 270 mil pesos mensuales que recibe el actual presidente Peña Nieto, López Obrador disminuirá su salario a 108 mil pesos mensuales.
Advirtió que ningún servidor público ganará más que el presidente de la República, perfiló una disminución del salario también para los ministros de la Corte que “perciben una cantidad mucho mayor” y advirtió que combatirán los “moches” y el pago de sobornos en los legisladores federales.
Las críticas a algunas de estas medidas, en especial, la disminución de los salarios han proliferado. Vivir en el presupuesto puede convertirse en un “error” para quien quiera enriquecerse o convertirse en Mirrey. Imaginemos a los magistrados sin sus 600 mil pesos mensuales (con los sobresueldos integrados), sin sus camionetas blindadas, sin sus decenas de guaruras, sin sus “redes de contactos” que funcionan, en realidad, como extensos brazos de la corrupción.
El punto principal de este proyecto de austeridad republicana busca un cambio radical en esta acendrada cultura política del robo del erario: transformar la ecuación histórica que ve el gobierno federal como un botín y no como un servicio público.
Un país con más de 12 millones de habitantes en situaciones de pobreza extrema y más de 50 millones sin recursos suficientes para llenar sus necesidades básicas, no puede tener un aparato burocrático del tamaño actual. Paradójicamente, los gobiernos panistas de Vicente Fox y de Felipe Calderón hicieron crecer más la contratación gubernamental, mientras que el retorno del PRI con Peña Nieto transformó al servicio público en una hoguera de vanidades.
¿Cuánto le costaron al presupuesto federal los juegos de golf de fin de semana del presidente de la República en Punta Mita? ¿Cuánto nos costaron los excesos de Angélica Rivera en cada viaje al extranjero? ¿Cuántos policías y elementos militares se desviaron para “proteger” a los familiares de Peña Nieto, de los secretarios de Estado y hasta a los amigos de los Juniors Peña Rivera? ¿Cuánto gastaron en Los Pinos para “remodelar” las oficinas de Aurelio Nuño? ¿Quiénes se beneficiaron realmente con el gasto impúdico de 50 mil millones de pesos en las áreas de comunicación social?
Peor aún: ¿cuánto dinero se desvió para maquillar multimillonarias compras de medicamentos con sobreprecios? ¿cuántas obras de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes fueron más “sobras” para los contratistas y funcionarios? ¿qué compañías trasnacionales se beneficiaron de la Cruzada contra el Hambre que murió en el desprestigio? ¿Cuántas “estafas maestras” se anidaron en todas las dependencias?
Por supuesto que el plan de austeridad de López Obrador tiene alarmados a muchos y escépticos a otros. Algunos observadores señalan que la disminución de las subsecretarías y la compactación de varias dependencias pueden salir más caro porque vendrá acompañada de la descentralización de la mayoría de las secretarías de Estado. Otros ven esta serie de medidas como un proceso paulatino para erradicar esta vieja cultura, tan antigua como la Colonia española, de asumir los cargos públicos como títulos nobiliarios, con permiso para toda clase de excesos.
Para el Jefe Diego Fernández de Cevallos la medida de disminuir sueldos no acabará con la corrupción. En entrevista radiofónica el excandidato panista afirmó que se trata de “un capricho” y acusó al presidente electo de atentar contra los demás poderes (Legislativo y Judicial) al tomar una decisión “unipersonal” con respecto a los salarios de los funcionarios de alto rango.
Viniendo estas críticas de un abogado que se ha caracterizado por el “coyotaje” de altos vuelos, por sus numerosos ranchos y su extensa red de complicidades, parece más un halago que un desprestigio.
El reto fundamental es frenar la tentación de convertir este mecanismo de “apretarse el cinturón” en mera simulación. El desafío es lograr más eficacia con menos recursos y demostrar que vivir en el presupuesto puede ser un honor y no una permanente invitación a sobrevivir en la corrupción.
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