Octavio Rodríguez Araujo
N
o coincido con quienes dicen que el formato del debate del domingo fue bueno. Los conductores hicieron ciertamente lo que pudieron, pero el marcador del reloj echó a perder las posibles ventajas que hubiera tenido el nuevo formato. Si tuviera que hacer comparaciones las haría con el que coordinaron Carmen Aristegui y René Delgado en el posdebate de Reforma del mismo domingo. Este posdebate fue con los representantes de los candidatos que minutos antes intentaron debatir, sin lograrlo plenamente y a gusto del público. El coordinado por Aristegui y Delgado, en cambio, duró menos tiempo que el anterior (una hora con 28 minutos) y los participantes tuvieron oportunidades de sobra para explicar sus posiciones y hasta para bromas entre ellos. Al final, Carmen preguntó cuál de los debates había sido el mejor, y todos coincidieron en afirmar que el posdebate citado había sido muy superior al debate formal; hasta salieron contentos y para mí tanto Agustín Basave como Germán Martínez Cázares fueron los mejores, por inteligentes e informados.
¿Con base en qué criterios los del INE pensaron que en exposiciones de uno o dos minutos se pudieran explicar los asuntos de la agenda nacional que a todos nos preocupan y además criticar a los contrarios? Fue una tontería. Lo que vimos fue un grupo de candidatos, entre los que estaban dos que no debieron serlo, atacando a otro, incluso con mentiras tan obvias como las de Anaya quien, tal vez pensando que todo mundo es ignorante, habló de una amnistía que no existió en Colombia hace 25 años (cuando mataron a Pablo Escobar, en 1993) o de un aumento de delitos en el Distrito Federal cuando gobernó López Obrador. Vimos también a un candidato que ya sabía que le iban a tirar lodo y piedras y que resolvió no caer en las provocaciones de sus adversarios. Empero, para los ingenuos en política, que creen que un debate es la buena oratoria aunque el discurso sea vacío, es claro que Anaya fue el mejor participante, pero con el formato escogido por el INE nadie podía lucirse realmente por sus ideas y propuestas fundadas: es imposible desarrollar temas serios de interés nacional en dos minutos o tres. En una palabra, el primer debate del INE fue una estafa o, si se prefiere, una farsa inútil como lo son los concursos de oratoria en bachillerato. Y, lamentablemente, en esta farsa fueron arrastrados los tres periodistas involucrados, que también fueron víctimas de un implacable reloj que marcaba el tiempo sin importar si una idea había sido terminada a cabalidad o suspendida en el aire y sin sonido. El único momento en que uno de los moderadores hizo caso omiso del reloj fue cuando a uno de los candidatos le sobraban dos segundos de
su tiempoy le dijo que en ese tiempo no podía decir nada más. No se los quitó, simplemente fue realista y los dos segundos, como las casi dos horas del supuesto debate, se fueron al reino de la inutilidad del ejercicio.
En una mesa de comentarios posdebate coordinada por Loret de Mola en Televisa uno de los participantes, Roy Campos, dijo algo que me pareció muy interesante: que López Obrador había salido más o menos ileso, por dos razones principales que cito en mis propias palabras: porque no se enganchó en los ataques de sus contrincantes y porque se dirigió más a sus posibles electores que a los que estaban frente a las cámaras. Es decir, se mantuvo en lo que ha venido diciendo en campaña y sólo respondió lo que en pocos segundos podía decir sin necesidad de extenderse. Y aun así, como les ocurrió a otros candidatos, se quedó sin sonido varias veces a pesar de que no había terminado la frase.
¿Influyen los debates en las inclinaciones de los electores? Yo creo que sí, pero no tanto como podría creerse pues la sociedad no es un lienzo en blanco. Atrás de los debates ya hay campañas y antes supuestas precampañas, contacto de los candidatos con la gente y convicciones que bien podrían estar polarizadas entre los que quieren más de lo mismo (Anaya) y cambios más profundos (López Obrador). En este punto tiene razón el candidato del PAN: ahora la disputa es entre él y el líder de Morena. Los demás podrían salirse del juego y nadie los extrañaría. Me parece recordar que alguien preguntó para qué participaban los mal llamados independientes si de antemano sabían que no tienen oportunidad de ganar. ¿Sabrán éstos para qué además de presumirle a su familia que fueron candidatos presidenciales? El mismo Meade, ¿sabrá para qué continúa invirtiendo tiempo y dinero si no levantará en las encuestas? Sólo cabe, echándole un poco de imaginación, la hipótesis de que el gobierno quiera repetir, con adecuaciones, el escenario de 1994: un Fernández de Cevallos (Anaya para el presente) que, después del debate del 12 de mayo de aquel año (cuando la opinión pública le dio el triunfo), redujo considerablemente su campaña dejándole el camino libre a Ernesto Zedillo (ahora Meade) para que triunfara sobre Cárdenas (ahora AMLO). Sin embargo, el gobierno y los priístas tienen un problema: la diferencia de intenciones de voto que todavía tiene Andrés Manuel sobre sus contendientes, diferencia que no tenía Cárdenas hace 24 años, y que a Anaya no le han regalado (que sepamos) 60 mil metros cuadrados en Punta Diamante o equivalente.
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