Emir Sader
L
os grandes procesos de trasformación de nuestras sociedades están estrechamente asociados a los grandes liderazgos que los han conducido. No son procesos espontáneos, sino voluntarios, en los que la voluntad política colectiva de las sociedades se articula a partir de un proyecto y de un liderazgo que lo conducen.
La derecha no necesita ese tipo de liderazgo. Sus objetivos son conservadores, restauradores; le bastan formas de acción que obstruyan la acción de los movimientos populares, que dividan al pueblo, lo neutralicen, dificulten el surgimiento de grandes liderazgos populares. El pueblo, a su vez, para unificarse necesita de grandes liderazgos, armados de grandes proyectos de trasformación social, económica y política. La derecha tiene sus instrumentos de unificación y acción –sus partidos, sus medios de comunicación, sus entidades corporativas, la policía, el judiciario, entre otros. El pueblo necesita crearlos. Los vínculos que establecen con el pueblo los liderazgos populares mediante sus discursos son esenciales como los de una construcción contrahegemónica.
En el periodo histórico actual, de lucha para la superación del modelo neoliberal, han surgido liderazgos como los de Hugo Chávez, Lula, Néstor y Cristina Kirchner, Pepe Mujica, Evo Morales y Rafael Correa, que personifican esos modelos frente al pueblo. Cuando la derecha busca recomponer su modelo neoliberal necesita, como elemento indisoluble de su objetivo de restauración conservadora, destruir también las imágenes de los líderes que han representado los proyectos antineoliberales.
¿De qué sirve destruir los estados, reducirlos a su mínima expresión, si se mantienen los liderazgos de quienes los han fortalecido, que lideran la resistencia a esos intentos y pueden volver a la presidencia y recomponerlos? Es parte indisoluble del proyecto de restauración neoliberal del gobierno de Mauricio Macri atacar la imagen pública de Cristina. Al mismo tiempo que pone en práctica su proyecto de exclusión social, su gobierno se empeña en la campaña que la ataca sistemáticamente, no discutiendo lo que el gobierno de ella ha hecho en comparación con lo que se hace hoy, sino buscando la descalificación personal.
Porque saben que los argentinos han vivido mucho mejor en el gobierno anterior, saben que el ajuste que ponen en práctica ya ha fracasado en los noventas, que menos Estado y más mercado lleva a más recesión, con las consecuencias de más desempleo y miseria. Por eso tienen que diagnosticar que los problemas que enfrentan vienen de gastos supuestamente excesivos del gobierno, que se deben, en parte, a la corrupción. Sin comprobar esto, su diagnóstico no se mantiene. De ahí la campaña diaria de descalificación contra Cristina y su mandato.
Lo mismo pasa en Brasil, confirmando que son gobiernos gemelos en los intentos de retorno al neoliberalismo. El presidente que asumió el poder mediante un golpe trata de imponer el modelo no sólo fracasado en los noventa, sino también derrotado cuatro veces, incluso en la última elección, en 2014. Lo hace en medio de inmensas manifestaciones en su contra. Mientras las encuestas dicen que 70 por ciento de los brasileños están contra la ley que congela los recursos para políticas sociales por 20 años, dicha norma fue aprobada por la Cámara de Diputados con 70 por ciento de votos en favor, en la contramano de la opinión de los ciudadanos.
Un gobierno así tiene, igual que el argentino, que dividir sus esfuerzos entre la aplicación cruel del ajuste fiscal, el desvío de las acusaciones de corrupción que afectan a 15 de sus ministros y el ataque a Lula –el fantasma que quita el sueño de la derecha brasileña. Acusaciones que no se sostienen y que, por ello, se vuelven descabelladas, como la penúltima, de que el Itaquerao –el estadio de futbol de Corinthians, donde se jugó el partido inaugural del Mundial– habría sido un regalo a Lula (sic) de una constructora acusada de corrupción, además de 8 millones de reales; acusación que se agregó al día siguiente, para no tener un día en los medios sin alguna imputación.
El mecanismo es el mismo. La derecha de los dos naciones sabe que sin la destrucción de la imagen de los dos líderes que mejor personifican gobiernos que han resultado en esos dos países, no se cumple plenamente su objetivo de demolición de dichas naciones. Hay que destruir la imagen de Lula y de Cristina para poder destruir a Brasil y Argentina.
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