Por J. Jaime Hernández y David Brooks
Ya sólo faltan 35 días. Y hasta ahora, Donald Trump no ha sido capaz de ir más allá de los insultos contra los inmigrantes, los mexicanos, las mujeres y los musulmanes.
Desde hace más de 15 meses, Donald Trump nos ha entretenido, o dejado boquiabiertos, con referencias soeces a la menstruación de las mujeres, al tamaño de su pene y a la gordura de Alicia Machado, la ex reina de belleza que ha conseguido sacarle de quicio.
A lo largo de una campaña lo más parecido al desfile de un circo, Trump ha agitado a la base más extremista, a la base electoral del hombre blanco, poco instruido y conservador para prometer hacer a Estados Unidos “grande otra vez”, pero sin ofrecer ningún programa o estrategia en concreto.
Ante un electorado ansioso y temeroso al mismo tiempo, Donald Trump pisa el acelerador mientras insinúa que su contrincante, Hillary Clinton, le ha sido infiel a su esposo. Arrinconado contra las cuerdas, y desdeñoso de ese 80% de ciudadanos que opinan que es un deber cívico el pagar impuestos, Trump asegura que la actual regulación fiscal ha sido muy injusta con la clase media y, al mismo tiempo, muy generosa con él y su familia.
Tan generosa que le ha permitido no pagar más de 900 millones de dólares en impuestos federales durante 18 años, según la explosiva información divulgada por The New York Times.
“Pero cuando llegue a la presidencia prometo que haré que las cosas cambien para que todos ustedes puedan beneficiarse igual que yo”, ha prometido ante unos seguidores que le creen a pie juntillas.
Cuando sólo faltan cinco semanas para la cita con las urnas, Trump sigue avanzado como un falso profeta hacia el desierto. Engatusando a sus seguidores con el retorno de su paraíso perdido. Con el renacimiento de ese Edén sólo reservado al hombre blanco, donde las minorías de latinos, musulmanes, los gays y lesbianas, y esa nueva generación de electores de identidad menos granítica y más diversa y plural serán expulsados para siempre.
El optimismo de Donald Trump tiene algo de locura. De esa que empuja la mano de los malos jugadores de póker cuando están punto de perderlo todo en Las Vegas.
Ana Navarro, una estratega que milita en las filas del partido republicano, ha definido a Donald Trump como “ese conductor borracho que está a punto de estrellarse contra un muro” para llevarse consigo el legendario historial del partido republicano.
“¡Que alguien haga algo por favor!”, clamó ayer durante una intervención en la cadena CNN.
Pero nadie parece escuchar el grito de los militantes.
En medio del desconcierto, sólo se escucha el ruido de los porristas de Trump con sus disparatadas líneas de defensa y el lamento acobardado de esos viejos barones del partido republicano, que sólo se atreven a repudiar en privado a su candidato, mientras lo defienden con cara de circunstancia ante el electorado.
Desde las filas del movimiento más extremista, algunos simpatizantes han pedido al fundador de Wikileaks, Julian Assange, hacer algo al respecto y terminar de una vez por todas con las aspiraciones presidenciales de Hillary Clinton haciendo públicos más informes secretos para destruirla.
Pero Julian Assange no ha respondido a las expectativas. En una conferencia de prensa celebrada hoy en Berlín, con la intervención del editor en jefe de Wikileaks desde su refugio en la embajada de Ecuador en Londres, la esperada “sorpresa de Octubre” que pondría fin a la campaña de Hillary Clinton no se ha producido.
En su lugar, Assange ha prometido la difusión de más información clasificada relacionada con los negocios de Google, el comercio de armas, el mercado del petróleo y el proceso electoral en EU.
En este ambiente de desconcierto, con un candidato republicano que parece hundirse poco a poco en las encuestas, el compañero de fórmula de Donald Trump, Mike Pence, entrará hoy en acción para tratar de evitar que ese conductor borracho termine estampado en el muro, con un partido republicano derrotado no sólo en la lucha por la presidencia, sino con graves perdidas en la Cámara de Representantes y en el Senado.
Pero la intervención de Pence, quien se medirá esta noche con el candidato demócrata a la vicepresidencia, Tim Kaine, se antoja demasiado tardía. Por muy buena que sea su actuación en el debate de este martes en la Universidad de Longwood, en Virginia, difícilmente podrá evitar que Donald Trump ceda el control de una campaña que hoy parece una locomotora a punto de descarrilar.
Ya sólo faltan 35 días. Y hasta ahora, Donald Trump no ha sido capaz de ir más allá de los insultos contra los inmigrantes, los mexicanos, las mujeres y los musulmanes.
Desde hace más de 15 meses, Donald Trump nos ha entretenido, o dejado boquiabiertos, con referencias soeces a la menstruación de las mujeres, al tamaño de su pene y a la gordura de Alicia Machado, la ex reina de belleza que ha conseguido sacarle de quicio.
A lo largo de una campaña lo más parecido al desfile de un circo, Trump ha agitado a la base más extremista, a la base electoral del hombre blanco, poco instruido y conservador para prometer hacer a Estados Unidos “grande otra vez”, pero sin ofrecer ningún programa o estrategia en concreto.
Ante un electorado ansioso y temeroso al mismo tiempo, Donald Trump pisa el acelerador mientras insinúa que su contrincante, Hillary Clinton, le ha sido infiel a su esposo. Arrinconado contra las cuerdas, y desdeñoso de ese 80% de ciudadanos que opinan que es un deber cívico el pagar impuestos, Trump asegura que la actual regulación fiscal ha sido muy injusta con la clase media y, al mismo tiempo, muy generosa con él y su familia.
Tan generosa que le ha permitido no pagar más de 900 millones de dólares en impuestos federales durante 18 años, según la explosiva información divulgada por The New York Times.
“Pero cuando llegue a la presidencia prometo que haré que las cosas cambien para que todos ustedes puedan beneficiarse igual que yo”, ha prometido ante unos seguidores que le creen a pie juntillas.
Cuando sólo faltan cinco semanas para la cita con las urnas, Trump sigue avanzado como un falso profeta hacia el desierto. Engatusando a sus seguidores con el retorno de su paraíso perdido. Con el renacimiento de ese Edén sólo reservado al hombre blanco, donde las minorías de latinos, musulmanes, los gays y lesbianas, y esa nueva generación de electores de identidad menos granítica y más diversa y plural serán expulsados para siempre.
El optimismo de Donald Trump tiene algo de locura. De esa que empuja la mano de los malos jugadores de póker cuando están punto de perderlo todo en Las Vegas.
Ana Navarro, una estratega que milita en las filas del partido republicano, ha definido a Donald Trump como “ese conductor borracho que está a punto de estrellarse contra un muro” para llevarse consigo el legendario historial del partido republicano.
“¡Que alguien haga algo por favor!”, clamó ayer durante una intervención en la cadena CNN.
Pero nadie parece escuchar el grito de los militantes.
En medio del desconcierto, sólo se escucha el ruido de los porristas de Trump con sus disparatadas líneas de defensa y el lamento acobardado de esos viejos barones del partido republicano, que sólo se atreven a repudiar en privado a su candidato, mientras lo defienden con cara de circunstancia ante el electorado.
Desde las filas del movimiento más extremista, algunos simpatizantes han pedido al fundador de Wikileaks, Julian Assange, hacer algo al respecto y terminar de una vez por todas con las aspiraciones presidenciales de Hillary Clinton haciendo públicos más informes secretos para destruirla.
Pero Julian Assange no ha respondido a las expectativas. En una conferencia de prensa celebrada hoy en Berlín, con la intervención del editor en jefe de Wikileaks desde su refugio en la embajada de Ecuador en Londres, la esperada “sorpresa de Octubre” que pondría fin a la campaña de Hillary Clinton no se ha producido.
En su lugar, Assange ha prometido la difusión de más información clasificada relacionada con los negocios de Google, el comercio de armas, el mercado del petróleo y el proceso electoral en EU.
En este ambiente de desconcierto, con un candidato republicano que parece hundirse poco a poco en las encuestas, el compañero de fórmula de Donald Trump, Mike Pence, entrará hoy en acción para tratar de evitar que ese conductor borracho termine estampado en el muro, con un partido republicano derrotado no sólo en la lucha por la presidencia, sino con graves perdidas en la Cámara de Representantes y en el Senado.
Pero la intervención de Pence, quien se medirá esta noche con el candidato demócrata a la vicepresidencia, Tim Kaine, se antoja demasiado tardía. Por muy buena que sea su actuación en el debate de este martes en la Universidad de Longwood, en Virginia, difícilmente podrá evitar que Donald Trump ceda el control de una campaña que hoy parece una locomotora a punto de descarrilar.
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