Luis Linares Zapata
L
a algarabía panista todavía resuena por las calles de México, alargando sus alegados triunfos. Aunque habría que añadir de inmediato que su resurrección electoral tuvo sostenes poco valiosos y las ayudas perredistas confirman su oquedad programática. Juntos, ambos, deforman el juego de partidos y nublan las visiones de sus escasos electores. Para empezar, los triunfos del PAN se empañan por su efectiva pérdida de votos respecto de similar contienda anterior. Celebran, a pesar de que su electorado, anclado en simplón conservadurismo, decreció de manera notable. Podrán alegar en su descargo que la decadencia se da junto con la de los demás partidos (excepto Morena, que sigue avanzando). Lo cierto es que tanto la documentada como persistente caída en aceptación popular del priísmo les permitió tantear una ventisca inesperada. Y, para cerrar el duelo, el accionar deshonesto y envenenado de varios gobernadores salientes les abrió, sin deberlas, los zaguanes estatales de par en par.
La cúspide de las celebraciones panistas recae sobre los golpeados veracruzanos. No pudieron, por las innumerables trabas instaladas en el proceso electivo, optar con la debida libertad por la emergente oportunidad que les presentó Morena. La del PRI nació muerta por el veneno inyectado consuetudinariamente desde Xalapa. El número de votantes obtenidos, en todo caso, no le permitirá al panismo actuar con la debida fuerza y legitimidad. Y no lo podrán hacer, entre otras muchas cortedades de la estructura de gobierno, por las heridas que acarrea su mismo candidato triunfante, en cuyo haber se acumulan denuncias de seriedad innegable. La escasa legitimidad que obligadamente conlleva un simple recambio de nombres y escudos partidarios no permite un desempeño con apoyo popular. Además, faltará a los panistas la necesaria propuesta de un modelo que permita superar las endiabladas limitantes de un estado en plena y profunda crisis económica y de valores. Tanto en este estado, como en el de Quintana Roo de la otra alianza espuria, se habrán de sepultar las postreras señales de vida de una unión que, sin duda, lleva efectos dañinos (pérdida de identidad) a los votantes de base perredista. A la cúpula del PRD le tienen muy sin cuidado los desgarres y las desventuras de sus huestes, siempre y cuando haya recompensas para ellos.
Los casos triunfales de Tamaulipas y Chihuahua fueron similares en cuanto al enorme desprestigio sufrido por las vigentes administraciones priístas. En eso se igualan con las ya mencionadas, donde todas ellas fueron amparadas en su impunidad, auspiciada desde el centro. Pero la figura de Javier Corral puede introducir modalidades inesperadas en las conductas y posturas del panismo tradicional. De cualquier manera, tal contribución será insuficiente para su viabilidad partidista futura, en especial con vistas a 2018. Y aquí, vistos los panistas en el espejismo presidencial, sus alegrías y optimistas pronósticos deben rebajarse con abundantes dosis de cordura. Las condiciones prevalecientes en el país no le son propicias al PAN como celebran. Y no lo son por diversas y variadas razones. Una de ellas, la masa crítica de electores que puede formarse a su derredor y llamado, es muy rala, insuficiente para aspirar con prudencia al triunfo. Pero otras más hablan de las personas que se empiezan a prefigurar en el ámbito público, como factibles candidatos. Ninguna de ellas, sea Margarita Zavala o el mismo Ricardo Anaya C., tiene el empaque conceptual para darle forma a un modelo de gobierno alternativo, nada se diga del tipo de país que se busca. Discursear, en cualquier ocasión, como lo hace el actual presidente del partido, firme creyente de una sorprendente habilidad oratoria, está muy lejos de rellenar el hueco y las desgracias dejadas por el panismo en su trastabillante camino. La palabrería de Anaya, alejada de la ración que el auditorio requiere, para orientar y dar sustento, aunque sea en parte, a su motivación, no satisface el enorme cúmulo de requisitos del electorado. En cuanto a Margarita, tal parece que nació libre de culpa, partidaria y matrimonial, cuando bien se sabe que el sexenio calderonista la envolvió por completo, mucho más allá de los alcances de su rebozo. Nada de lo sucedido en ese entonces le es ajeno y distante. Por el contrario su involucramiento raya en complicidad manifiesta y dependiente. No hay indicio alguno de que haya provocado la más leve disonancia con el terrible legado de su marido, empezando por su ilegitimidad de origen que, quiéralo o no, la toca de lleno. Ella, ciertamente, no es responsable por las decisiones de su pareja –son distintas personas–, pero usufructuó, hasta con deleite, los beneficios de que gozan los habitantes de ese ambicionado sitial llamado Los Pinos.
Pero, más allá de este familiar panorama de cortedades, ¿qué dejaron las administraciones federales panistas? Algo que sea distinto de la apatía, la soberbia mediocridad de sus dirigentes, la ineficaz gestión o su moralina de doble carril. Habría que buscar algo positivo de su herencia en los niños mexicanos para cerciorase de su estéril paso por el poder establecido. El legado educativo bien puede ser juzgado como el punto nodal de su irresponsabilidad. Pervirtieron, hasta la exageración, la conducta del SNTE. Le entregaron a la maestra Gordillo, por su intermediación en el fraude de 2006, cuanto pudieron. Tanto Fox en su seca imaginación como Calderón con su reducido tamaño y alcances dañaron al sistema educativo más allá de toda consideración. Tardarán años para corregir tan severa distorsión y envilecimiento. Y esto es sólo una parte del peso muerto que acarrea el panismo.
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