MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¿Por qué es tan baja la calidad de la democracia mexicana? ¿Cómo explicar que pese a los avances institucionales México sea el país más insatisfecho con el desempeño de su democracia y que ocupe el último lugar respecto a la precepción de limpieza en los procesos electorales en toda Latinoamérica? ¿A qué se debe que los partidos políticos en México estén peor evaluados que la policía y que sólo el 17% de los ciudadanos se sientan representados por los diputados y senadores surgidos del pluralismo que acabó con la septuagenaria hegemonía del PRI? ¿Por qué con la democracia no disminuyeron sino aumentaron la violencia y la corrupción?
La respuesta a estas interrogantes es múltiple y compleja, pero puede sintetizarse en la expresión surgida de la inteligencia e ingenio de Gabriel Zaid que da título a este texto. Estado de chueco es la más concisa y certera descripción de la realidad política nacional. La falta de un auténtico Estado de derecho merecedor de ese nombre es la mayor carencia de nuestro sistema de gobierno. Ahí se ubica el origen de la mediocridad de nuestra democracia y de muchos de los graves problemas que aquejan al país.
Sin Estado de derecho no hay democracia. Este principio inamovible de la teoría democrática explica que a pesar de la transición iniciada en 1997 México no haya superado un nivel de primitivismo político y endeble moral pública en el cual la trampa y el engaño, la arbitrariedad y la codicia, la corrupción y la barbarie mantienen su primacía sobre la legalidad. En ese sentido somos todavía una democracia de fachada, sólo que con un vestuario institucional más sólido. Hemos pasado de un sistema autoritario a secas a un autoritarismo electoral (Schedler). En este régimen híbrido y paradójico conviven de manera abierta y complaciente el pluralismo, comicios libres, mayores libertades políticas y una estructura institucional formalmente democrática con una idiosincrasia y prácticas propias del régimen despótico al que supuestamente se había sustituido. No desdeño los indudables avances democráticos, enfatizo la futilidad y riesgos de esa evolución si no va acompañada del gobierno de la ley y de una cultura política de la legalidad.
Un Estado de derecho deformado como el que tenemos pervierte el sustento normativo y el funcionamiento de la democracia. Las consecuencias son nefastas. Mientras el instituto electoral organiza los comicios, cuenta los votos y ofrece resultados expeditos y precisos de la contienda, los partidos políticos violan impunemente las leyes electorales, dilapidan los recursos que les otorga el Estado y se exceden de los límites en los gastos de campaña utilizando dinero a veces de procedencia ilícita. De una pluralidad convertida en mercado podrido surgen gobernadores, presidentes municipales, legisladores locales y federales con escasa o nula representatividad de sus electores y dudosa vocación de servir el interés de los ciudadanos por encima de los propios y los de sus benefactores o socios, algunos de ellos vinculados al crimen organizado. Parafraseando a Rousseau, en nuestra democracia “representativa” los ciudadanos sólo elegimos a quien habrá de esquilmarnos.
Ayotzinapa es un caso emblemático de los niveles de barbarie a los que puede conducir la connivencia entre las autoridades y el narcotráfico. La ausencia de Estado de derecho es caldo de cultivo para el desarrollo del crimen organizado y de su infiltración en los tres poderes y niveles de gobierno. Como lo muestra la segunda fuga de Joaquín Guzmán Loera, el poder corruptor del narcotráfico parece no tener límite y revela una presunta colusión con altos mandos del Sistema Nacional de Seguridad Pública cercanos a Miguel Ángel Osorio Chong que la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO) pretende encubrir con el encarcelamiento de la excoordinadora general de los Centros Federales de Readaptación Social (Ceferesos) y del ex director del Penal de El Altiplano. El ocultamiento del video con sonido de la celda de El Chapo antes de su fuga, filtrado a una televisora, exhibe en toda su ineptitud a un sistema de seguridad infectado por la corrupción y el encubrimiento.
De acuerdo con el Índice de Paz Mundial 2015, México es el segundo país más violento de América, sólo superado por Colombia, y ocupa el lugar 144 entre 162 países medidos. La violencia y el poder del crimen aumentan mientras se profundiza el desplome del sistema de justicia. Asimismo, el Estado de chueco permite y protege la corrupción a gran escala en la cima del poder político por conflicto de interés, tráfico de influencias y abuso de autoridad, lo cual ha causado hartazgo e indignación en una ciudadanía más politizada y mejor informada a pesar del control de los medios ejercido a través de la dirección de comunicación de la Presidencia.
Todo lo anterior ocurre bajo el manto protector de una impunidad inconmovible. Democracia fallida, violación de los derechos humanos, violencia e infiltración crecientes del crimen organizado, corrupción avasallante y un sistema de justicia colapsado, son algunos de los costos por la carencia de un auténtico Estado de derecho en México. “Con toda razón, los ciudadanos claman por un Estado de derecho que supere al Estado de chueco. Pero ¿cómo llegar a un Estado de derecho retrocediendo a donde ni siquiera hay Estado?” –se pregunta Zaid.
En tanto no se imponga la supremacía del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres, se evite la arbitrariedad y discrecionalidad en el ejercicio del poder y se garantice la igualdad de todas las personas ante la ley, la gobernabilidad democrática estará en riesgo. Seguirá debilitándose la capacidad del país de establecer y definir políticas y resolver sus conflictos de manera pacífica dentro del orden jurídico vigente. Por ello, en medio de la peor crisis de credibilidad y legitimidad de los últimos 18 años, la construcción de un verdadero Estado de derecho es el mayor y más urgente reto político que enfrenta la nación.
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