Texto: Jacinto Rodríguez Munguía/ @T_Invisible
Multimedia: Lucía Vergara/ @LuuMafu
Ilustración: José Quintero
El 4 de octubre de 1968, cuando apenas habían pasado 48 horas de la matanza de estudiantes, el poeta Octavio Paz renunció al cargo de embajador de México en la India. No podía ser cómplice de un gobierno autoritario que nuevamente utilizaba a Tlatelolco como piedra de sacrificio, ahora para asesinar a sus jóvenes.
La decisión de renunciar al cargo diplomático fue apenas un destello en el país: el único intelectual de ese nivel y en un cargo público que dijo “no” al poder, a un presidente represor como Gustavo Díaz Ordaz; el escritor que protagonizó el “acto moral más audaz”, el más valiente.
Pocos días antes de abandonar el poder, el presidente Díaz Ordaz hizo que le preguntaran sobre la renuncia del escritor. “¡Ese qué va a renunciar!”, respondió despectivamente.
Y no, Paz no renunció. Hizo uso de un recurso que en la jerga diplomática se llama disponibilidad. No renunció y no podía hacerlo porque la ley se lo impedía, se argumentó desde entonces y durante las siguientes décadas.
No, no renunció, aunque la ley sí se lo permitía. No, no renunció y siguió cobrando su sueldo mensual desde 1968 hasta 1973, cuando alcanzó los 30 años de servicio en las filas diplomáticas.
Este fragmento que adelanta Emeequis es parte del capítulo sobre Octavio Paz del libro en preparación sobre intelectuales y poder en México. En él se confirma lo que intelectuales cercanos al escritor han considerado siempre una infamia: que Paz recurrió a una trampa para no renunciar y seguir cobrando.
Díaz Ordaz, en este caso, tenía razón.
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