¡ MEDIOCRE ! |
E
n abuso de la partida doble, cuya utilidad para el desarrollo del capitalismo sin duda fue histórica, el secretario de Hacienda ha logrado convencer a un amplio sector de la opinión pública no sólo de la inevitable necesidad de sus recortes al presupuesto, sino de su bondad, virtuosa dirán algunos, porque permitirán llevar al Estado al poco explicado y menos discutido pero muy celebrado ejercicio del presupuesto
base cero.
Eso se llama hegemonía, diría algún desvelado gramsciano, pero podría tratarse también de un ejemplar caso de victoria pírrica. Todo depende de cuánto estén dispuestos a escuchar y conceder los señores del presupuesto; también, de la capacidad de deliberación que la sociedad, a través de sus organizaciones, pueda desplegar y exigir.
Por lo pronto, hay que reconocer que lo que priva es la hegemonía del pensamiento hacendario más convencional, a la que el estudiante del gran economista Solow se afilió, luego de la vapuleada en varios tiempos que la patronal le propinase por su reforma fiscal. De escucharlo, el venerado maestro del MIT seguramente esbozaría una sonrisa no exenta de ironía y, tal vez, al encoger los hombros diría:
Eso es política y poder, pero nada más. No es economía, sino aritmética elemental.
El discurso hacendario ha contagiado a prácticamente todo el sector público y a buena parte de la opinión que se presume ilustrada. No hay de otra o, peor, no hay más ruta que la nuestra, son las consignas que imperan y mandan sobre las angustias de los funcionarios y los ánimos de muchos opinadores, sin que nadie o muy pocos se atrevan a reclamar alguna explicación de la precipitación de las medidas o, al menos, un recuento mínimo de sus implicaciones en el territorio humano y físico, cuyo bienestar o estabilidad dependen en alto grado de la derrama presupuestal.
Lo que está presente aquí no es un peticionismo servil ni la proclividad dizque ancestral, que nos heredaran los virreyes, a los favores o el clientelismo administrado por el poder del Estado. Lo que oprime al país en su conjunto, y que algunos de sus pensadores más distinguidos se niegan a reconocer, es la evidencia de una fragilidad y una vulnerabilidad social oprobiosas, que se agravan en vastas regiones dominadas por el cultivo y trasiego de la droga más valiosa. A estos escenarios de la desolación mexicana se suma la reiterada evidencia de concentraciones inicuas de poder que imponen su ley a la hora de la distribución.
Los factores que imponen esta dependencia, sin duda excesiva, de grupos y regiones respecto de la transferencia estatal, son varios, pero en el centro siempre está el mal funcionamiento de la economía a lo largo de tres décadas, así como la casi total ausencia de mecanismos institucionales y políticos al alcance de los grupos pobres y empobrecidos por el cambio estructural. Se trata, para decirlo en breve, de una malformación del llamado modelo de desarrollo, que no estuvo a la altura de los llamados de una demografía que cambiaba a grandes trancos cuando irrumpieron las crisis de fin de siglo y se buscó cambiar las ecuaciones fundamentales a toda prisa. Es historia larga y hay que recordarla y recontarla para que no la repitamos.
Pero volvamos a la aritmética de Hacienda. El razonamiento es simple y el argumento espeso: reducido el precio del crudo en el mercado internacional, sobre el cual no se tiene influencia alguna, sólo queda reducir el gasto público en la proporción correspondiente, derivada de la participación de los ingresos de la venta del crudo en el gasto total del Estado. Más que sin atributos, el gobierno se ve a sí mismo como una entidad sin alternativas.
El argumento se asesta como verdad de plomo y, como diría la canción, de los demás no hago caso: la ley impone el equilibrio del presupuesto y si los ingresos bajan, el gasto tiene que reducirse. Y tan tan.
La partida doble como dialéctica congelada, olvidando que en economía y política económica de lo que se trata es de multiplicar y dividir, elevar a la
npotencia, crecer y romper equilibrios
malos, de bajo desempeño, para luego arribar a otras plataformas de estabilidad donde la suma y la resta tengan algún sentido. En esta perspectiva, lo que hay que entender es que esos equilibrios son en realidad desafíos a la innovación institucional y a la política, para encauzar el conflicto y modular los efectos agresivos del cambio sin fin que imponen la globalidad y la lucha encarnizada por el poder y el liderazgo mundial.
Más que de aritmética, este drama reclama el uso del álgebra y la disposición al riesgo, que sólo puede atemperarse con coaliciones amplias, basadas en acuerdos distributivos contantes y sonantes. Es decir, políticas y sociales. No es de esto de lo que hablan el gobierno y las cúpulas del empresariado. Estas últimas, nada menos que desde Monterrey, así como los agrupamientos industriales tan diestros para sobrevivir y prosperar, piden que los
dejen solos, porque sólo así podrán ofrecer productividad, crecimiento, progreso.
El gobierno, por su parte, engolosinado por las promesas de más inversión extranjera que, en el caso automotriz son algo más que promesas, por fortuna, deja de lado sus ofertas de redistribución social por la vía de los bienes públicos; por la callada renuncia a sus promesas de campaña en materia de salud y seguridad social universales, sin que por ello deje de obligar a sus diputados al bochorno de oponerse en cuestiones tan elementales como significativas como la del salario mínimo.
Al responder sumisamente al chantaje vulgar de la empresa y sus corifeos, el gobierno del PRI renuncia a su elemental legado por la justicia social, pero también reniega de una herencia más profunda de relación con las bases de la sociedad, lo que solía identificarse con las corrientes populares. El miedo al populismo, que tanto cultivan los señoritingos recién llegados y sus ansiosos porristas, ignorantes cuanto entusiastas, puede volverse, sin más, repudio a las masas y, así, sobrevenir la represión. Se trataría de una aritmética perniciosa. De suma cero y negativa.
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