24 de abril 2015.- Tlatlaya, municipio del Estado de México, está conectado por caminos de brecha con Iguala, corazón del emporio amapolero donde reina el ex gobernador del PRI, Rubén Figueroa Alcocer. Por razones políticas, la matanza de malandros inermes en Tlatlaya está conectada con el asesinato de seis personas y la desaparición de 43 normalistas en Iguala, hace ya siete meses que han parecido años. Y esta desgracia infinita, a su vez, está ligada con la matanza de Apatzingán, que acaba de revelar Carmen Aristegui.
En Tlatlaya, 22 personas murieron en condiciones de crueldad extrema: después de rendirse ante el ejército, los narquillos (traficantes de poca monta) fueron torturados y asesinados de uno por uno, durante la hora previa al amanecer del 30 de junio de 2014. A esto había acostumbrado Felipe Calderón a las fuerzas armadas: a exterminar pobres, presentados como criminales, fueran culpables o no, y a recibir premios en dinero, vacaciones y favores, bajo la fórmula llamada “falsos positivos”.
La receta vino de Bogotá. La inventó el general Óscar Naranjo, un militar vinculado con el narco, que se convirtió en uno de los consentidos de Álvaro Uribe, quizá el presidente más asesino en la historia moderna de Colombia. Entre 2007 y 2011, tanto Calderón, en su caracter de “presidente”, como Peña, en calidad de “gobernador”, visitaron con frecuencia la casa y la oficina de Uribe y se enamoraron de Naranjo.
Calderón importó gustoso el método macabro de los falsos positivos. Peña se fascinó con la idea de tener un ejército paramilitar y cuando llegó a Los Pinos, en diciembre de 2012, nombró al general colombiano asesor externo en materia de seguridad, una decisión que molestó muchísimo al ejército.
Naranjo escogió el estado de Michoacán como laboratorio para su experimento. En el primer semestre de 2013, el ejército, la marina y la policía federal dotaron de armas de alto poder a los grupos de autodefensas aglutinados por el doctor Mireles en la llamada (con toda razón) Tierra Caliente del estado.
A las tareas desempeñas por las autodefensas de Naranjo, se sumaron el cártel Jalisco Nueva Generación, relevista del Chapo Guzmán, y el gobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval. Éste selló la frontera entre ambas entidades y desató una matanza sistemática de “pequeños narcos” en torno del lago de Chapala, en donde ahora, se dice, hay más tumbas clandestinas que en los panteones municipales de la región.
El objetivo militar de Naranjo era uno: recuperar el puerto de Lázaro Cárdenas, por donde La Familia Michoacana exportaba toneladas de acero a China, algo que irritaba sobremanera al gobierno de Estados Unidos. Y la táctica empezó a funcionar.
Los paramilitares de Peña, encabezados por Mireles en Tierra Caliente, y los gatilleros de Jalisco Nueva Generación, respaldados por Aristóteles, desarrollaron una ofensiva sin precedentes contra La Familia, pero tres factores rompieron el esquema. Alentados por plumas como la de Luis Hernández Navarro, numerosos michoacanos se incorporaron de buena fe a la “revolución” de Mireles, diciendo que primero vencerían a La Familia y después derrocarían a Peña Nieto.
Ésta fue la gota que colmó la paciencia del ejército. El general Naranjo fue despedido.Ante las enfermedades del gobernador michoacano en turno y los nexos de sus segundo de a bordo con La Familia, Peña Nieto impuso al político más inepto que recuerde la historia del estado de México. Alfredo Castillo, el que no pudo encontrar el cuerpecito de una niña asesinada por sus padres, pese a que el cadáver estaba escondido debajo de su cama, se convirtió en virrey de Michoacán.
Más listo que Naranjo, Peña y Chong juntos, el jefe de La Familia Michoacana, Servando Gómez, la Tuta, negoció con el virrey idiota. La Familia liberó Lázaro Cárdenas y emigró al estado de México y al Distrito Federal, en donde ahora controla antros y esquinas de prostitución y narcomenudeo, sobre todo, en la delegación Cuauhtémoc.
Rodeado por sus más leales, la Tuta formó el cartel de los Caballeros Templarios. A cambio, Castillo procedió a desarmar a las autodefensas, coptó a caudillos oportunistas como Papá Pitufo y encarceló al más ingenuo y auténtico de todos, el doctor Mireles.Protegido por Castillo, que le permitió vivir cómodamente en un fraccionamiento de lujo en Morelia, y no en las cuevas que mostró Televisa, la Tuta puso al servicio de Peña sus reservas de videos con personajes de la vida pública michoacana, para descalificarlos, hasta que se jubiló, esto es, se entregó para descansar plácidamente en Almoloya junto al Chapo Guzmán y la Barbie.
En el curso de este complicado proceso, Aristóteles Sandoval, gobernador de Jalisco, empezó a enloquecer. Ya de por sí el priísmo tapatío lo miraba con pánico, toda vez que según distintas fuentes mandó eliminar a su secretario de Turismo J. Jesús Gallegos Álvarez y a Javier García Morales nieto del general Marcelino García Barragán, así como a dos docenas de colaboradores que le estorbaban.
Además de utilizar a los muchachos de Nueva Generación como depuradores de su equipo de trabajo, Aristóteles dio en repetir, en Guadalajara y en el DF que, tras la renuncia de Peña Nieto, sería el nuevo presidente de México. Peña y Chong terminaron por darle la espalda. De repente, probablemente por indicaciones de Los Pinos, las dulces relaciones de Aristóteles con Nueva Generación estallaron.
En las últimas semanas, unidades de combate de Nueva Generación, armadas con fusiles de última generación –vaya paradoja– han atacado brutalmente a la policía que protege al fiscal (antes procurador de justicia) de Jalisco, Luis Carlos Nájera Gutierrez, quien según fuentes de su familia es “el verdadero gobernador en funciones” pero “se la vive rezando”.
Acosado por Los Pinos, que pulverizaron a su padre (no se pierdan el extraordinario reportaje que Jorge Gómez Naredo escribió al respecto para este número de Polemón) y perseguido por sus ex aliados en el mundo del crimen, Aristóteles Sandoval ha dejado de ser visible. Tanto que una fuente, cercana al senador Arturo Zamora, me contó que “anda en el agua”, es decir, borracho continuamente. De ahí que ciertos columnistas amigos de Los Pinos aseguren que no tarda en caer.
Carmen Aristegui, la revista Proceso y Univisión presentaron el domingo pasado una reconstrucción de la matanza de 16 civiles que, el 6 de enero de este año, perpetraron las fuerzas armadas en la ciudad michoacana de Apatzingán, para reprimir, aplastar, borrar de la faz de la tierra, a grupos de autodefensas que se oponían a las nuevas reglas de juego dictadas por Castillo.
En un video que ha dado la vuelta al mundo, pero que ha sido silenciado por la propia prensa mexicana, se demuestra que policías federales y soldados dispararon contra jóvenes autodefensas que no tenían armas y estaban de rodillas con las manos arriba, ante el palacio municipal de Apatzingán.
Horas después, en una calle aledaña, una familia encabezada por un operador de los Templarios, que pasaba por ahí en su coche con su mujer y sus hijos, y a un grupo de jornaleros que viajaba en una camioneta de redilas, fueron acribillados a quemarropa. A los jornaleros, después de darles el tiro de gracia, la policía les sembró una escopeta de caza.
La matanza de Apatzingán parece tener varias lecturas. Es la culminación de la Operación Limpieza dirigida desde Los Pinos para cerrar la disparatada aventura del general Naranjo, de la cual Peña Nieto es el mayor responsable. Víctimas directas de esta medida son, como salta a la vista, el doctor Mireles, que sigue preso en Sonora, el gobernador de Jalisco, que tiene un pie en el exilio y múltiples actores más.
Pero si la matanza de Iguala fue una respuesta a Peña Nieto, por parte del ejército que se sintió agraviado tras las represalias que le acarreó la matanza de Tlatlaya, hoy la matanza de Apatzingán significa, trágicamente, el refrendo de la política de exterminio cifrada en los falsos positivos. Una manera de decir, muchachos, todo ha vuelto a la normalidad. Nunca más vendrán militares colombianos. Ahora trabajarán con ustedes, y armados hasta los dientes, policías de Estados Unidos.
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