A continuación presentamos el discurso titulado “La Crisis de México”, presentado por Andrés Manuel López Obrador, presidente del Consejo Nacional de Morena, en su participación en el “Foro Líderes de México” realizado por el Centro de Estudios Mexicanos, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, Estados Unidos.
Decidí llamar a este texto La Crisis de México porque así tituló Don Daniel Cosío Villegas su extraordinario ensayo, publicado en 1947, sobre la realidad económica, social y política de nuestro país, en el cual, ya desde entonces, ese gran historiador afirmaba: “ha sido la deshonestidad de los gobernantes revolucionarios, más que ninguna otra causa, la que ha tronchado la vida de la revolución mexicana”.
Yo sostengo lo mismo de la actual decadencia. Creo que nada ha dañado más a México que la corrupción política y a ello se debe la monstruosa desigualdad social y económica, la pobreza y la violencia que nos agobia.
Ya sabemos que no es un problema nuevo; desde la colonia, los puestos públicos deparaban jugosas ganancias ilícitas. En el siglo XIX, con excepciones respetables de algunos liberales, la política era el sendero más corto hacía la riqueza; durante el porfiriato, según expresión de Francisco Bulnes, intelectual orgánico del régimen de ese tiempo, los gobernantes hacían “chivos” o “negocios sucios con personas o empresas de grave influencia corruptora”.
En la época post revolucionaria fueron célebres los cañonazos de 50 mil pesos de los tiempos del presidente Álvaro Obregón; o el testimonio de Gonzalo N. Santos, legendario cacique de San Luis Potosí, que escribió en sus memorias: “la moral es un árbol que da moras y sirve para una chingada”.
Asimismo, es parte de este florido repertorio, la frase acuñada por Carlos Hank González, fundador del Grupo Atlacomulco o Atracomulco, que hoy detenta el poder en México, según la cual “un político pobre es un pobre político”.
Pero, aunque parezca increíble, lo que ha sucedido en materia de deshonestidad en el actual periodo neoliberal, no tiene precedente. En estos tiempos el sistema, en su conjunto, ha operado para la corrupción. El poder político y el poder económico se han alimentado y nutrido mutuamente, y se ha implantado como modus operandi el robo de los bienes del pueblo y de las riquezas de la nación.
La corrupción ahora es indudablemente mayor. En la época postrevolucionaria los gobernantes no se atrevían a privatizar las tierras ejidales, el agua, los bosques, las playas, los ferrocarriles, las minas, la industria eléctrica, ni mucho menos el petróleo; en contraste, en estos aciagos tiempos del neoliberalismo, los gobernantes se han dedicado, como en el porfiriato, a concesionar el territorio y a transferir empresas y bienes públicos a particulares nacionales y extranjeros.
No sólo se trata, como antes, de actos delictivos individuales o de una red de complicidades para hacer negocios al amparo del poder público; ahora la corrupción se ha convertido en la principal función del Estado. Un pequeño grupo ha confiscado todos los poderes y mantiene secuestradas las instituciones públicas para su exclusivo beneficio. El Estado ha sido tomado y convertido en un mero comité al servicio de una minoría. Y como decía León Tolstoi: Un Estado que no procura la justicia no es más que una banda de malhechores, una cuadrilla de bandidos.
Esta nueva operación de recambio del antiguo régimen comenzó hace 30 años, al mismo tiempo que se imponía en el resto del mundo, el llamado modelo neoliberal que, en esencia, es un mecanismo perverso para despojar a las naciones de sus recursos naturales y garantizar la prosperidad de unos cuantos mediante el sufrimiento de millones de seres humanos.
Es obvio que los promotores de esta política facciosa y excluyente, la envolvieron con dogmas y la implantaron con mucha propaganda orientada a convencernos de que las privatizaciones son la panacea.
El sofisma mayor consiste en asegurar que el Estado no tiene que promover el desarrollo, ni procurar la distribución del ingreso porque, si les va bien a los de arriba, según ellos, les irá bien a los de abajo, como si la riqueza en sí misma fuese permeable o contagiosa.
En México, semejante retacería de mentiras y disparates, junto con las llamadas “reformas estructurales”, se aplicaron de manera puntual y fueron utilizadas como parapeto para llevar a cabo el saqueo más grande que se haya registrado en la historia del país.
La política económica al servicio de la élite comenzó a impulsarse desde el gobierno de Miguel de la Madrid y se profundizó durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. En ese lapso, de 1988 a 1994, los neoliberales ajustaron el marco jurídico, se reformó la constitución y las leyes secundarias para legalizar el pillaje, diciendo que se trataba de una “desincorporación de entidades paraestatales no estratégicas ni prioritarias para el desarrollo nacional”.
En todos los actos de despojo, hubo procesos de licitación, rendición de cuentas y “libros blancos”, pero en realidad se sabía de antemano quiénes serían los ganadores en las subastas. Es cosa de recordar que Salinas, su hermano Raúl y el secretario de Hacienda, Pedro Aspe, eran los encargados de palomear, acomodar y alinear a los apuntados que participaron en el reparto de empresas y bancos, que hasta ese momento formaban parte del patrimonio de la nación.
Así, fueron rematadas 18 instituciones de crédito y se enajenaron 251 empresas del sector público. Es decir, se privatizaron compañías como Telmex, Mexicana de Aviación, Televisión Azteca, Siderúrgica Lázaro Cárdenas, Altos Hornos de México, Astilleros Unidos de Veracruz, Fertilizantes Mexicanos, las minas de Cananea y Nacozari, aseguradoras, ingenios azucareros, fábricas de tractores, automóviles y motores, cemento, tubería y maquinaria, entre otras.
La entrega de bienes públicos a unos cuantos preferidos, no se limitó́ a bancos y empresas paraestatales. También fueron privatizadas las tierras ejidales, las autopistas, los puertos, los ferrocarriles, los aeropuertos y se incrementó el manejo de negocios de particulares nacionales y extranjeros en Petróleos Mexicanos y en la Comisión Federal de Electricidad.
Debe tenerse en cuenta que la política salinista se siguió aplicando durante los gobiernos de Zedillo, Fox y Calderón, y que el grupo original “compacto” creado por Salinas, que se benefició con el remate de bienes públicos, no sólo continuó acumulando dinero y apareciendo en la lista de los hombres más ricos del mundo, sino que también fue concentrando poder político hasta llegar a situarse muy por encima de las instituciones constitucionales.
En los hechos, son los integrantes de este grupo quienes verdaderamente mandan y deciden sobre cuestiones fundamentales en la Cámara de Diputados y en el Senado, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el Instituto Nacional Electoral y en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en la Procuraduría General de la República, en la Secretaría de Hacienda, y en los partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional. Además, poseen o controlan la mayoría de los medios de comunicación.
Esta élite de potentados, como es lógico, ha venido apostando a mantener la misma política de pillaje y ha impedido con trampas, dinero y manipulación, el cambio de régimen. Fruto de esta práctica antidemocrática fue la imposición de Enrique Peña Nieto como presidente de México, un subordinado más de la oligarquía, un personaje gris, cuya utilidad es meramente escenográfica.
Sin embargo, este nuevo pelele, por su alto grado de inmoralidad, servilismo e inconsciencia, está conduciendo al país a un mayor deterioro en todos los órdenes y a la pérdida de la tranquilidad y de la paz social. En menos de dos años, Peña Nieto ha logrado imponer, con apego a la agenda dictada desde el extranjero y con el contubernio de los grupos de poder en México, las llamadas reformas laboral, educativa, fiscal y energética, que agravian aún más al pueblo, atentan contra la soberanía y socavan la convivencia pacífica, alentando la frustración, el caos y la violencia.
La profundización de esta política irresponsable, se lleva a cabo repitiendo de manera sistemática mentiras, con el uso de los medios de información convencionales que están por entero a disposición del régimen corrupto y autoritario.
Algo que no se dice o no quiere aceptarse es que en México no hay democracia, lo que realmente existe es una dictadura simulada, que se ejerce y sostiene con el control casi absoluto de los medios de comunicación.
A fines del año pasado, se aprobaron en las cámaras del congreso, al mismo tiempo, las reformas fiscal y energética. La reforma al artículo 27 de la Constitución significa, como los mismos tecnócratas afirman con cinismo, otorgar “contratos de utilidad compartida” en la exploración y perforación de pozos petroleros; o dicho de otra forma, se trata de repartir a las compañías extranjeras las riquezas que serán arrebatadas al pueblo y a la nación.
Con la Reforma Fiscal aprobada se pretende compensar el desfalco que dejará el traslado de hasta 50 por ciento de la renta petrolera a empresas privadas. Con ese propósito aumentaron los impuestos y el déficit público; es decir, buscan obtener de los bolsillos de los mexicanos y endeudando al país 500 mil millones de pesos, cantidad equivalente a lo que tienen planeado entregar en utilidades a las compañías petroleras extranjeras.
Por si fuera poco, con la reforma al artículo 28 de la Constitución, sentaron las bases para privatizar la refinación del petróleo, la petroquímica, el gas y la industria eléctrica, así como la distribución, la comercialización y el transporte de los energéticos, cancelando la posibilidad de que un gobierno democrático pueda en el futuro utilizar este sector como palanca del desarrollo para industrializar al país, crear empleos y reducir el precio de las gasolinas, el gas y la luz.
Por eso dijimos en su momento, y lo seguimos sosteniendo, se trata del robo más grande, más grave y el más dañino de todos los tiempos, así como el más irresponsable acto de traición a la patria.
Claro está que, antes incluso de que Peña Nieto llegara al poder, justificaron toda esta operación de despojo con la consabida retórica de que lo hacen para promover la llegada de la inversión extranjera, que según ellos, reactivará la economía, creará empleos y dará bienestar a los mexicanos.
Pero esta es la misma mentira del progreso que fue utilizada durante el porfiriato para entregar a particulares nacionales y, sobre todo, a extranjeros, las tierras, las aguas, los bosques, las riquezas mineras y el petróleo, a costa del sometimiento, la pobreza, la cancelación de las libertades, los derechos políticos y la soberanía nacional.
Es por eso que, aun cuando este modelo económico se ha implantado en otros países del mundo con los mismos resultados desastrosos, para nosotros el llamado neoliberalismo no es nada nuevo, es neoporfirismo. Y nos indigna que los promotores de este retroceso, con la desfachatez que los a caracterizado, desde el principio hasta la actualidad, sostengan que esto es lo moderno, cuando en realidad significa retroceder a una de las épocas más siniestras de la historia de México. Su estrategia, en resumidas cuentas, consiste en regresarnos al pasado para quitarnos el futuro.
Es inocultable que el modelo económico de marras, o mejor dicho, la política de pillaje, se ha traducido en un rotundo fracaso en términos de bienestar colectivo y ha producido la ruina del país. En vez de avanzar en lo económico, social, moral y político, hemos retrocedido. Y no podría ser de otra forma. El supuesto nuevo paradigma, como le llaman, fue diseñado con el único fin de favorecer a una pequeña minoría de políticos corruptos y delincuentes de cuello blanco que se hacen pasar por hombres de negocios.
No son de ninguna manera políticas públicas pensadas para promover el desarrollo o procurar la justicia, atendiendo demandas sociales con fines humanitarios para evitar conflictos y violencia. Tampoco es gobernar con rectitud y honestidad. Se trata básicamente de dirigir toda la acción institucional hacia operaciones de traslado de bienes del pueblo y de la nación a particulares, con el engaño de que eso nos traerá prosperidad.
Es evidente que la privatización no es la panacea ni el camino hacia el crecimiento, el empleo y el bienestar. Si así fuera, ya se estarían viendo los resultados. A estas alturas conviene preguntar puntualmente a los defensores de esa política: ¿En qué se beneficiaron los mexicanos con la privatización del sistema de telecomunicaciones? ¿Qué no, acaso, los servicios de telefonía e internet son los más caros, atrasados y lentos del mundo?
¿Qué beneficios se han obtenido del monopolio de los medios de comunicación, cuyos concesionarios han recibido dinero a raudales del presupuesto público? Son guardianes del régimen corrupto y mantienen prácticas totalitarias que van desde la manipulación y el ocultamiento de la verdad, hasta el desprestigio y la destrucción de opositores.
¿En qué se avanzó con la privatización de los Ferrocarriles Nacionales, si en veinte años las empresas extranjeras, además de que no han construido nuevas líneas férreas, eliminaron los trenes de pasajeros y cobran lo que quieren por el transporte de carga?
Una imagen de lo más dolorosa de este funesto retroceso, es el caso de La Bestia o tren de la muerte, en el que se transportan los migrantes de México y de Centroamérica que por necesidad vienen a buscar trabajo a los Estados Unidos.
¿Cuál ha sido el beneficio para los mexicanos de la entrega de concesiones por 62 millones de hectáreas, el 30 por ciento del territorio nacional, para la explotación del oro, la plata y el cobre? Los trabajadores mineros mexicanos ganan, en promedio, dieciséis veces menos que los mineros de Estados Unidos y Canadá.
Un dato: las empresas de este ramo han extraído en solo 5 años la misma cantidad de oro y plata que se llevaron los españoles en 300 años. Sin embargo, durante la Colonia, mal que bien se construyeron bellos edificios y templos que hasta hoy se aprecian en los centros históricos de las ciudades mineras y de la capital del país. Ahora, en cambio no dejan nada, no hay ninguna obra, ningún beneficio, ni siquiera pagan impuestos por la explotación de esta riqueza, con el añadido de la destrucción y la contaminación impune de nuestro territorio. Es decir, estamos padeciendo del mayor saqueo de los recursos naturales en la historia de México.
En realidad, nada bueno ha significado esta política para el desarrollo de México. En 30 años, ni siquiera en términos cuantitativos, hemos avanzado. Al contrario, nos hemos colocado, incluso, por debajo de Haití en cuanto a crecimiento económico. La constante ha sido, como se advierte en la actualidad, el estancamiento económico y la falta de oportunidades de empleo, que ha obligado a millones de mexicanos a emigrar o a buscarse la vida en actividades consideradas como informales. Hoy, la mitad de los mexicanos trabaja en forma precaria y sin ninguna seguridad social.
Tampoco debemos pasar por alto que por culpa de la actual política económica, es decir, por el abandono de las actividades productivas y del campo, la falta de empleos y la desatención a los jóvenes, se desataron la inseguridad y la violencia que han cobrado miles de muertes en nuestro país.
Lastima expresarlo, pero ya llevamos mucho tiempo de luto ininterrumpido, ahora estamos consternados por el asesinato y desaparición de jóvenes normalistas en Iguala, Guerrero. Hace poco, un luchador social, el Padre Solalinde, dijo que México es una gran tumba clandestina.
Aunque no debemos olvidar que esta macabra y triste realidad es consecuencia de una política dictada por los centros de poder económicos y financieros del mundo y aplicada por un gobierno mafioso que no representa al común de los ciudadanos sino a una minoría inhumana y rapaz.
Además, en vez de atender las causas de las conductas antisociales, con mucha hipocresía buscan enfrentar la violencia con la violencia, el mal con el mal, pasando por alto que la paz y la tranquilidad son frutos de la justicia.
Por todo ello, reitero, hay que cambiar al régimen, no hay de otra. Es ilógico pensar que con la misma política económica y las reformas neoporfiristas podremos superar la decadencia. Por el contrario, y duele decirlo, mientras no haya un cambio de fondo, México se seguirá hundiendo.
El proyecto actual es inviable. La política económica es una copia fiel de la que se aplicó en el porfiriato, pero ya desde entonces quedó demostrado que ningún modelo funciona si la prosperidad de unos pocos se sustenta en el sometimiento de muchos.
Aquel fallido experimento desembocó en una revolución armada. Hoy es indispensable derrocar al régimen del PRIAN, como se hizo con Porfirio Díaz, pero sin violencia, con una revolución de las conciencias, despertando y organizando al pueblo para limpiar de corrupción a México y abolir lo más pronto posible las llamadas “reformas estructurales”, revertir las privatizaciones y recuperar los recursos naturales y los bienes de la nación.
La salida de la crisis de México está en retomar el ensayo democrático de Madero, aunado a la práctica de la honestidad y la justicia, hasta que estas virtudes se arraiguen y conviertan en hábito y cultura, porque solo así podrán erradicarse la desigualdad y la miseria pública, y serán restauradas la paz y la tranquilidad social. Y en eso andamos.
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