Familiares de los normalistas desaparecidos se refugian en Ayotzinapa. Foto: Octavio Gómez |
AYOTZINAPA, Gro. (proceso.com.mx).- El techo de lámina de esta Escuela Normal Rural es insuficiente para resguardarse de la lluvia. El aguacero obliga a acercar las sillas hacia el centro de la cancha deportiva, allí donde se levanta ese altar rodeado por veladoras siempre despiertas, piezas de pan dispuestas como ofrendas, coronas de cempacúchil y ramos de flores sostenidos dentro de latas de chile improvisadas como florero. Es un altar donde lo mismo se reza por muertos que por vivos.
“…Que los muchachos puedan volver, ayúdales, dales esa fortaleza, esa fuerza para salir adelante… Que la violencia, la injusticia que han sufrido nuestros hijos, tú tienes el poder de solucionar ese problema, ayúdanos a que aparezcan, dales fuerza, fortaleza, tú nos vas a dar la solución….”. Es el rezo-súplica dirigida por unos ministros de oración y seguido por una veintena de padres y madres huérfanos desde hace casi dos semanas, cuando dejaron de tener noticias de sus hijos.
Cuarenta y tres son los estudiantes desaparecidos entre el 26 y 27 de septiembre en aquella noche de infierno en Iguala en la que fueron cazados por policías municipales apoyados por sicarios. Seis personas murieron en el acto; la mayoría estudiantes. Un estudiante hospitalizado aún juega un volado con la muerte.
Al tiempo que los rezos se alzan al cielo nublado en el ambiente se cuela el rumor del hallazgo, otra vez en Iguala, de otras cuatro fosas también con cadáveres calcinados. Con estas van nueve.
En el rincón donde se alzan los rezos comienzan las lágrimas, las respiraciones entrecortadas que buscan laberintos para no asfixiarse en la garganta, los pechos adoloridos por la ausencia.
Los familiares espantan la idea de que esas fosas pudieran ser las tumbas de sus hijos como insinúa la procuraduría de justicia. Todos los esperan con vida.
La profesora María Maestro García, de Tixtla, es una de las mujeres que se han dedicado a la espera. Ella está en este campamento por su hijo Antonio Santana, su primogénito, de apenas 19 años y quien se estrenaba como normalista.
“Es un chico muy inteligente, buena onda, amistoso. El siempre ha querido tener carrera, no quiso nunca quedarse nomas así. Su sueño era precisamente ser alguien en la vida”, dice orgullosa. El bebé que tiene sentado sobre su regazo llora hasta que ella lo amamanta.
A través de las noticias esta maestra se enteró de la violencia que sufrieron los muchachos la noche que fueron a Iguala por unos autobuses y a pedir cooperación para asistir a la marcha conmemorativa de la masacre estudiantil del 2 de octubre.
Cuando llamó a la Normal, le confirmaron la noticia: Antonio era uno de los desaparecidos. Tramitó un permiso de trabajo y con sus tres hijos ha hecho guardia en esta escuela desde hace 10 días.
“Estamos aquí para que nos los entreguen a la voz de ya, con vida. Ellos no se merecen esto, aspiran a ser algo en su vida, no se merecen eso. Por eso pedimos que nos entreguen a los 43”, dice sentada en una de las sillas de plástico dispuestas en la cancha de esta escuela que desde 1935 forma a maestros rurales. Uno de los requisitos para ingresar a la Normal de Ayotzinapa es ser pobre.
La madre-maestra dice que se siente agotada pero de inmediato aclara que el cansancio no importa cuando se está pidiendo por la vida de un hijo. Si lo esperó nueve meses hasta que naciera qué no lo va a esperar semanas enteras.
Otro padre se mete a la charla y dice que él quiere que el mundo entero se de cuenta de lo que pasa en Guerrero: que los gobernantes están contra el pueblo.
Otro padre se mete a la charla y dice que él quiere que el mundo entero se de cuenta de lo que pasa en Guerrero: que los gobernantes están contra el pueblo.
“Con la primera ráfaga mataron a un compañero de primer año, se llama Julio Mondragón, él entró en agosto (a la Normal) como los demás, llevaba pocos días”, narra en otro momento el joven Jesús Rodríguez, uno de los sobrevivientes de la cacería.
Los periodistas hacen fila para entrevistar a los sobrevivientes de la persecución policiaca. Uno de ellos, Ernesto Guerrero, de Tixtla, dice que la nuestra es su entrevista número 74. En su relato aparecen las ráfagas, maltratos y persecuciones de los policías, la indolencia de las demás policías, los amigos muertos a los que le tocó identificar en la morgue, uno de ellos sin piel y sin ojos. El desprecio es el protagonista de su relato.
Los familiares que se mudaron a esta escuela desde que se enteraron de la noticia están cansados de hablar. Se dicen frustrados pues por más entrevistas que otorgan y por más veces que narran su dolor sus hijos nada más no aparecen.
Ya todos dejaron muestras de sangre para contrastarlo con los restos encontrados en las fosas descubiertas y las que siguen apareciendo.
Ya todos dejaron muestras de sangre para contrastarlo con los restos encontrados en las fosas descubiertas y las que siguen apareciendo.
En las paredes varios murales narran la historia de esta escuela, las represiones sufridas a lo largo del tiempo, las muertes y asesinatos de sus antecesores normalistas. En los muros se asoman también las fotos de los 43 que faltan.
Bernardo. Felipe. Benjamín. Israel. José Ángel. Marcial, Jorge Antonio. Miguel Ángel. Emiliano Alen. Dorian. Jorge Luis. Alexander. Saúl. Luis Ángel, Jorge. Magdaleno Rubén. José Luis. Jesús Jovany. Mauricio. José Ángel. Jorge Aníbal. Giovanni. Jhosivani. Carlos Lorenzo. Israel. Adán. Abelardo. Christian. Martín Getsemaní. Cutberto. Everardo. Marco Antonio. César Manuel. Christian Tomás. Luis Ángel, Leonel. Miguel Ángel. Jonás. José Eduardo. Julio César. Carlos Iván. Antonio. Abel.
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