6 DE SEPTIEMBRE DE 2014
ANÁLISIS
Peña, Carstens y Videgaray. Previsiones erradas. Foto: Octavio Gómez |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Durante los últimos 18 años se repitió incansablemente que el país no lograba retomar un ritmo adecuado y sostenido de crecimiento económico (un incremento promedio anual del PIB de al menos 5%) por la falta de las reformas estructurales que permitieran colocarlo en situación de igualdad con el resto de las economías emergentes del mundo; ahora que finalmente se concretaron, éstas, en palabras del mismo presidente Enrique Peña Nieto, permitirán construir un “nuevo México” con un crecimiento del ingreso per cápita, con un mejoramiento en la redistribución del ingreso y la elevación del bienestar de la población.
Más allá de que no hay compromisos específicos ni metas precisas que cumplir, sino únicamente promesas y declaraciones sin el respaldo de datos duros, hay al menos tres buenas razones para desconfiar de las mismas: una, la imposibilidad real de avanzar en dichas promesas en los últimos 30 años, desde la instauración del actual modelo de desarrollo económico; dos, la ausencia de estudios serios y claros que permitan saber con certeza que las reformas contribuirán a fortalecer (y no a debilitar) la recaudación fiscal; y tres, la falta de evidencia de que las reformas tendrán el impacto esperado en las condiciones mundiales y nacionales presentes.
Respecto a la primera reserva, basta recurrir a las cifras oficiales y destacar que en los últimos 34 años el crecimiento promedio anual del PIB fue de 2.5%, es decir, escasamente la mitad de lo mínimo deseable; pero, peor todavía, el crecimiento del PIB per cápita real ha seguido una tendencia decreciente durante el mismo periodo, y de 35.4% de crecimiento acumulado en el sexenio de Carlos Salinas pasó a 14.4% en el de Felipe Calderón. Los defensores del modelo económico atribuyen dichos resultados precisamente a la ausencia de las reformas estructurales; así que una vez aprobadas no hay excusas.
En cuanto a la segunda, el problema tiene que ver con la dependencia fiscal del petróleo, ya que más de la tercera parte de la recaudación del gobierno federal proviene precisamente de un régimen impositivo que sangraba la economía de Pemex y le impedía mantener un desarrollo saludable. Con la reforma energética se aprobó un nuevo régimen fiscal para la paraestatal, lo que impactará directamente en los ingresos de la federación. De ninguna manera dicho régimen puede ser compensado con los ingresos adicionales que se atribuyen a la reforma fiscal; así habrá un déficit de ingresos que tendría que llenarse, y de acuerdo a los postulados –ya que públicamente no se conocen proyecciones o corridas de estimados– incluso superar la recaudación actual.
De no cumplirse esta previsión, las consecuencias serían catastróficas para la apuesta económica y social del gobierno de Peña Nieto, pues desequilibraría las finanzas públicas con dos posibles impactos: que se suspenda o disminuya el programa de construcción de infraestructura y/o los programas sociales, so pena de incurrir en un déficit presupuestal permanente y creciente que acabe con romper la llamada estabilidad macroeconómica, el único logro del modelo neoliberal.
En cuanto al tercer aspecto, aunque los supuestos de los defensores del modelo sean acertados, hay muchas consideraciones que hay que incorporar en la coyuntura actual: primero, el país aprueba las reformas 30 años después de lo que lo hicieron los pioneros, cuando éstos ya están realizando enmiendas y modificaciones importantes; segundo, el mercado de hidrocarburos –la principal carta dentro de las reformas estructurales– hoy es de compradores y no de proveedores, por el vuelco radical que implica que el principal consumidor (Estados Unidos) no sólo sea autosuficiente sino que se haya convertido en exportador, esto sin considerar el desarrollo y expansión de las fuentes de energía alternativa; tres, la debilidad e inestabilidad de la economía mundial; cuatro, la debilidad del mercado mexicano como resultado de tres décadas de crecimiento muy limitado; cinco, las deficiencias estructurales de la economía mexicana; sexto, la debilidad del Estado mexicano, evidente en su incapacidad para controlar la ordeña de combustibles de los ductos de Pemex (operación que es técnicamente muy fácil de detectar) y mantener el control en todo el territorio nacional, entre otros; y, finalmente, la galopante corrupción que puede ser determinante para inhibir la llegada de capitales internacionales por los altos costos inherentes a la misma.
Pero, suponiendo sin conceder, que todas estas reservas son superadas y las reformas estructurales detonan el crecimiento del PIB, tal como anuncian sus promotores, particularmente el gobierno, la realidad es que esto casi seguramente generará, como ya lo hizo durante la llamada época del “milagro mexicano”, mayor corrupción y más desigualdad socioeconómica.
A pesar de lo pregonado por el gobierno y los partidos integrantes del llamado Pacto por México, las reformas al Estado mexicano no tan sólo no lo fortalecen, sino que lo debilitan, como es evidente sobre todo en la ausencia de estado de derecho y la atención de las necesidades sociales de amplios sectores de la población mexicana.
Y, paradójicamente, las reformas pendientes tienen que ver con las normas que establecen límites a los excesos, abusos y perversiones del poder, como son las de transparencia, lucha anticorrupción y leyes reglamentarias de los artículos 6 y 134 constitucionales, por lo cual no existe el andamiaje para frenar el impacto que sobre la corrupción tendría la bonanza económica que se generaría.
Y, por otra parte, sin las políticas públicas adecuadas la mayor generación de riqueza simplemente provocará mayor concentración del ingreso en unos cuantos, pero no mejoras en el bienestar de la mayoría.
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