La bancada del PRI en la Cámara de Diputados. Foto: Eduardo Miranda |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El procesamiento de las leyes secundarias para dar viabilidad a las “reformas estructurales” evidencia el absoluto sometimiento de la mayoría de los legisladores a los dictados y solicitudes del Ejecutivo, lo cual permite avanzar en la consolidación de un nuevo presidencialismo mexicano, igual de autoritario, patrimonialista y clientelar pero más centralista que su predecesor.
Por supuesto que los instrumentos del poder cambiaron en los últimos 20 años, y por ello el neopresidencialismo también presenta nuevas características: ahora el control del Congreso requiere de la incorporación de los grupos parlamentarios de partidos ajenos al PRI. Ha sido evidente la inclusión de los legisladores del PVEM, Panal y PAN –particularmente este último– como factor determinante para alcanzar la mayoría en el Senado, pues en la Cámara de Diputados no la necesitan.
En el pasado, el sometimiento de los legisladores priistas era sencillo y elemental: como el tricolor era la única vía para llegar al poder, bastaba con el control de las candidaturas que ejercían el presidente y los gobernadores. Hoy las negociaciones tienen que incluir (al menos en el caso del PAN) a la dirigencia partidista, a los coordinadores de sus bancadas, e incluso a algunos de los legisladores más influyentes y conspicuos, lo cual obliga a poner en juego otros instrumentos, entre los que destacan: reparto de partidas presupuestales (los llamados moches); concesiones (al menos mediáticas y/o victorias pírricas) en algunos aspectos o legislaciones no determinantes (la reforma político-electoral, los ahorros en las largas distancias, etcétera); y un trato privilegiado a los dirigentes nacionales, como fue patente durante la vigencia del llamado Pacto por México.
Se habla inclusive de que las negociaciones abarcan reparto de gubernaturas (en los resultados de los comicios se puede influir de manera determinante de muchas maneras, no únicamente a través de prácticas fraudulentas), nada más que ahora entre los diferentes partidos políticos. Sin embargo, para confirmar o descartar dichas especulaciones habrá que esperar a las elecciones de 2015, cuando se renovarán los Ejecutivos de nueve estados.
Como puede verse, son las mismas lógicas: reparto de privilegios, dinero y posiciones políticas a cambio de sumisión y control. Hoy son más los actores que participan y observan, quienes tienen más canales para difundir sus denuncias y análisis, lo cual hace más complicados los procesos y acuerdos, pero el cinismo y desvergüenza de los políticos también ha crecido (quizá por eso igualmente se incrementa su desprestigio).
Otra variante del neopresidencialismo es que a pesar de la excesiva concentración del poder en el Ejecutivo, hoy ya no es el presidente el principal operador. El titular del Ejecutivo se reserva para los actos protocolarios, los anuncios de acciones o resultados exitosos, los mensajes optimistas y positivos, y, desde luego, las apariciones en las incontables giras nacionales e internacionales. Pero la operación política y el trabajo cotidiano se lo reparten fundamentalmente: Miguel Ángel Osorio Chong y Luis Videgaray; y, en un rol secundario, Jesús Murillo Karam, en lo relacionado con el combate a la inseguridad. Es una especie de presidencialismo colegiado, en el que está claramente definido el papel estelar, pero permite dosificar la promoción y el consiguiente desgaste de los distintos actores.
Lo cierto es que si el resultado electoral de 2012 no permitió a la coalición PRI-PVEM obtener la mayoría en ninguna de las dos cámaras, el presidente y su equipo se dedicaron a construirla: primero, a través del llamado Pacto por México (que incluía al PAN y al PRD); y después, una vez que se consiguieron las reformas constitucionales y se vendió la imagen del consenso y la construcción de acuerdos, únicamente con el PAN, lo cual es más que suficiente para asegurar el control del Congreso y socavar el equilibrio de poderes, que era el elemento de un gobierno democrático en el que se había avanzado sustancialmente.
El procesamiento de las leyes de telecomunicaciones y energética desnudan el sometimiento de los legisladores, incluyendo algunos senadores y diputados perredistas. En ambas reformas las iniciativas presidenciales pasaron sin cambios importantes; las modificaciones que finalmente se introdujeron son menores, de forma y cosméticas. En el caso de la Ley de Telecomunicaciones, los debates en los medios y las promesas de los personeros del gobierno fueron insuficientes para eliminar las disposiciones que atentan contra derechos y la privacidad de los usuarios de las redes y, desde luego, para modificar sustancialmente el poder de Telmex y Televisa (Proceso 1967). En la reforma energética, la alianza PRI-PAN impuso descaradamente su aplanadora e ignoró a los legisladores de los partidos de izquierda, cuya única alternativa disponible para revertir el atropello es lograr la consulta popular en las elecciones intermedias de 2015.
La alianza PRI-PAN empezó a tejerse hace 26 años, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, para instaurar el neoliberalismo, y aunque dicho proceso se interrumpió con el error de diciembre de 1994 y la alternancia de 12 años en el Ejecutivo federal, la alianza nunca se rompió, pues hay plenas coincidencias ideológicas, e inclusive lo único que los separaba, que era la forma de ejercer el poder, se diluyó con los gobiernos panistas, que se apropiaron de todas las prácticas priistas (sin evaluar cómo las instrumentaron). Así, a pesar de que los dos presidentes blanquiazules fueron incapaces de lograr acuerdos con los tricolores para sacar adelante las reformas estructurales, en realidad la cercanía entre tricolores y blanquiazules se consolidó.
Enrique Peña Nieto y su gabinete supieron aprovecharse de ello; aún más, en un primer momento lograron sumar al PRD, que hoy (más que nunca) debe darse cuenta del craso error que cometió, pues más allá de la miscelánea fiscal difícilmente encontrará algún otro logro que festejar, y, en cambio, sí hay muchos saldos negativos, entre ellos su contribución al avance del neoliberalismo y a la construcción del neopresidencialismo mexicano.
En 19 meses de ejercicio, el gobierno federal concretó las llamadas reformas estructurales; avasalló al federalismo por varias vías, incluyendo desde luego la designación de sus “delegados” en Michoacán, Estado de México y Tamaulipas; y sometió al Congreso de la Unión con la fórmula de controlar a las cúpulas partidistas de la autodenominada oposición. Es la restauración del autoritarismo a través de la construcción del neopresidencialismo mexicano, que adolece de los mismos vicios del pasado, pero reconoce algunas de las nuevas características de la realidad mexicana y actúa en consecuencia.
En el pasado, el sometimiento de los legisladores priistas era sencillo y elemental: como el tricolor era la única vía para llegar al poder, bastaba con el control de las candidaturas que ejercían el presidente y los gobernadores. Hoy las negociaciones tienen que incluir (al menos en el caso del PAN) a la dirigencia partidista, a los coordinadores de sus bancadas, e incluso a algunos de los legisladores más influyentes y conspicuos, lo cual obliga a poner en juego otros instrumentos, entre los que destacan: reparto de partidas presupuestales (los llamados moches); concesiones (al menos mediáticas y/o victorias pírricas) en algunos aspectos o legislaciones no determinantes (la reforma político-electoral, los ahorros en las largas distancias, etcétera); y un trato privilegiado a los dirigentes nacionales, como fue patente durante la vigencia del llamado Pacto por México.
Se habla inclusive de que las negociaciones abarcan reparto de gubernaturas (en los resultados de los comicios se puede influir de manera determinante de muchas maneras, no únicamente a través de prácticas fraudulentas), nada más que ahora entre los diferentes partidos políticos. Sin embargo, para confirmar o descartar dichas especulaciones habrá que esperar a las elecciones de 2015, cuando se renovarán los Ejecutivos de nueve estados.
Como puede verse, son las mismas lógicas: reparto de privilegios, dinero y posiciones políticas a cambio de sumisión y control. Hoy son más los actores que participan y observan, quienes tienen más canales para difundir sus denuncias y análisis, lo cual hace más complicados los procesos y acuerdos, pero el cinismo y desvergüenza de los políticos también ha crecido (quizá por eso igualmente se incrementa su desprestigio).
Otra variante del neopresidencialismo es que a pesar de la excesiva concentración del poder en el Ejecutivo, hoy ya no es el presidente el principal operador. El titular del Ejecutivo se reserva para los actos protocolarios, los anuncios de acciones o resultados exitosos, los mensajes optimistas y positivos, y, desde luego, las apariciones en las incontables giras nacionales e internacionales. Pero la operación política y el trabajo cotidiano se lo reparten fundamentalmente: Miguel Ángel Osorio Chong y Luis Videgaray; y, en un rol secundario, Jesús Murillo Karam, en lo relacionado con el combate a la inseguridad. Es una especie de presidencialismo colegiado, en el que está claramente definido el papel estelar, pero permite dosificar la promoción y el consiguiente desgaste de los distintos actores.
Lo cierto es que si el resultado electoral de 2012 no permitió a la coalición PRI-PVEM obtener la mayoría en ninguna de las dos cámaras, el presidente y su equipo se dedicaron a construirla: primero, a través del llamado Pacto por México (que incluía al PAN y al PRD); y después, una vez que se consiguieron las reformas constitucionales y se vendió la imagen del consenso y la construcción de acuerdos, únicamente con el PAN, lo cual es más que suficiente para asegurar el control del Congreso y socavar el equilibrio de poderes, que era el elemento de un gobierno democrático en el que se había avanzado sustancialmente.
El procesamiento de las leyes de telecomunicaciones y energética desnudan el sometimiento de los legisladores, incluyendo algunos senadores y diputados perredistas. En ambas reformas las iniciativas presidenciales pasaron sin cambios importantes; las modificaciones que finalmente se introdujeron son menores, de forma y cosméticas. En el caso de la Ley de Telecomunicaciones, los debates en los medios y las promesas de los personeros del gobierno fueron insuficientes para eliminar las disposiciones que atentan contra derechos y la privacidad de los usuarios de las redes y, desde luego, para modificar sustancialmente el poder de Telmex y Televisa (Proceso 1967). En la reforma energética, la alianza PRI-PAN impuso descaradamente su aplanadora e ignoró a los legisladores de los partidos de izquierda, cuya única alternativa disponible para revertir el atropello es lograr la consulta popular en las elecciones intermedias de 2015.
La alianza PRI-PAN empezó a tejerse hace 26 años, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, para instaurar el neoliberalismo, y aunque dicho proceso se interrumpió con el error de diciembre de 1994 y la alternancia de 12 años en el Ejecutivo federal, la alianza nunca se rompió, pues hay plenas coincidencias ideológicas, e inclusive lo único que los separaba, que era la forma de ejercer el poder, se diluyó con los gobiernos panistas, que se apropiaron de todas las prácticas priistas (sin evaluar cómo las instrumentaron). Así, a pesar de que los dos presidentes blanquiazules fueron incapaces de lograr acuerdos con los tricolores para sacar adelante las reformas estructurales, en realidad la cercanía entre tricolores y blanquiazules se consolidó.
Enrique Peña Nieto y su gabinete supieron aprovecharse de ello; aún más, en un primer momento lograron sumar al PRD, que hoy (más que nunca) debe darse cuenta del craso error que cometió, pues más allá de la miscelánea fiscal difícilmente encontrará algún otro logro que festejar, y, en cambio, sí hay muchos saldos negativos, entre ellos su contribución al avance del neoliberalismo y a la construcción del neopresidencialismo mexicano.
En 19 meses de ejercicio, el gobierno federal concretó las llamadas reformas estructurales; avasalló al federalismo por varias vías, incluyendo desde luego la designación de sus “delegados” en Michoacán, Estado de México y Tamaulipas; y sometió al Congreso de la Unión con la fórmula de controlar a las cúpulas partidistas de la autodenominada oposición. Es la restauración del autoritarismo a través de la construcción del neopresidencialismo mexicano, que adolece de los mismos vicios del pasado, pero reconoce algunas de las nuevas características de la realidad mexicana y actúa en consecuencia.
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