Durante la ceremonia del viernes pasado en Palacio NacionalFoto Francisco Olvera
L
a nueva clase política, que es la vieja clase política con diplomados académicos y desmemoria certificada, celebró en el patio de honor de Palacio Nacional la promulgación de las reformas a los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución General de la República. La reforma energética con la que corona su proyecto Enrique Peña Nieto. Ahora falta dar cuerpo a la levedad en las alturas de la norma, debatir y precisar a detalle las leyes reglamentarias que fijarán el curso y determinarán el buen éxito o el fracaso de la que el viernes fue calificada como
una de las reformas más trascendentes de las últimas cinco décadas.
Era la fiesta. Las sonrisas y las palmadas en la espalda de los representantes de los tres poderes, de gobernadores y legisladores que por un instante encontraron la dicha del consenso; alegría en lugar de la pesadilla del retorno del cesarismo sexenal de todos tan temido. Peña Nieto no es César Augusto. Y en el lugar que reivindicó desde el primero de diciembre de 2012, Palacio Nacional sede y símbolo del poder político, del proceso histórico, de la sumisión colonial y la insurgencia, de la República restaurada y del porfiriato que salió al exilio dorado para dejar libre el espacio a Zapata y Villa; y el poder a los constitucionalistas que elaborarían en Querétaro la norma del poder constituido creador de las instituciones, de los derechos sociales, del Estado moderno mexicano.
Digno espacio. Y un acto de sobriedad republicana que exigía mucho más que la satisfacción presurosa de haber superado
mitos y tabúes para dar un gran paso hacia el futuro. Palabras del Presidente de la República, que tuvieron la contraparte altanera y presuntuosa de la derecha extrema: en Chihuahua, Gustavo Madero hacía ondear los pendones de la reacción y afirmaba que con la promulgación de la reforma energética:
enterramos el mito cardenista del Estado estatista (sic), el Estado que controlaba clientela a través de los sindicatos, eso es lo que firmó hoy Enrique Peña Nieto. Enterramos la idea del nacionalismo revolucionario. La izquierda ausente, derrotada por sus propias indefiniciones, por un temor atávico que permitiría a la patética derecha de sacristía atribuirse la paternidad del cambio, la victoria del libre mercado, la derrota del Estado rector de la economía.
Los del PRI festejaron la recuperación de la plaza. Del rumbo, todavía incierto, para alejarse de las últimas cinco décadas invocadas por Enrique Peña Nieto. El del pragmatismo pleno, el operador político que supo capitalizar la burda subestimación de sus adversarios internos y externos; asumió el Poder Ejecutivo de la Unión, sumó las voluntades del PAN, del PRI y del PRD mismo en la firma de un pacto, acto de realismo político para liberarse del yugo de las coaliciones como imposibilidad que confirmaba la falta de oficio, la confusión de la democracia como fin con la voluntad de poder. Y la decisión de ejercerlo por el único método viable en la pluralidad: los acuerdos, el doy para que des, el conceder para acceder. Ese fue, ese ha sido, el único logro incontestable de Peña Nieto en el año aterrador que llega a su fin.
Los juicios lapidarios y anónimos de las redes sociales no pueden reflejar fielmente la vacuidad solemne de las reuniones de funcionarios y oligarcas que celebran las victorias del instante y olvidan las derrotas del largo plazo. Hacen falta los practicantes de la crónica política que se ha desvanecido a lo largo de las cinco décadas reducidas al rencuentro instantáneo del derechismo vergonzante del PRI y el derechismo alucinante del PAN. El libre mercado como escapulario que suple al conservadurismo de la Junta de Notables. Nuevo PRI, dicen los medios del capitalismo financiero que elogian las reformas del gobierno de Enrique Peña Nieto, del mismo sistema que apenas ayer era estado en trance de disolución, ausente. The Washington Post y The Wall Street Journal ponen a Peña Nieto de ejemplo del modo en que se puede avanzar y hacer los cambios necesarios en una democracia plural. Brillante futuro para México, auguran.
Y las calificadoras hacen sonreír a Luis Videgaray. Vamos a pagar menos intereses por la deuda y lo que pidamos prestado de hoy en adelante, dice. Los sicofantes aplauden el súbito optimismo que predice un crecimiento de 5 por ciento anual del PIB. Hace unos días, soñaban con alcanzar el 3 por ciento y olvidar que este año fatal no llegaría el crecimiento al 1 por ciento. Si salíamos de la recesión en la que caímos después de medio año de gasto público invisible y reducción implacable del circulante, dictada por el Banco de México. No hubo testimonio de notario público, pero los medios del exterior y los administradores de los capitales de riesgo aseguran que la reforma peñista abre al libre mercado una riqueza petrolera equivalente a la que hay bajo el hielo del ártico.
Del mito nacional revolucionario al rito de la ortodoxia neoconservadora. Salto al vacío, si la izquierda mexicana insiste en aislarse del poder constituido, de las instituciones creadas en el proceso histórico de la Reforma, la Revolución y el breve veranillo social del sexenio cardenista. Tomar la calle es irse de paseo, mientras los conservadores de Pedro el Ermitaño se funden con los neoconservadores y neoliberales que procreó el PRI en la larga agonía del sistema. Llamar a manifestar en demanda de una consulta nacional es convocar a una marcha de sonámbulos: en las instituciones de la democracia representativa se definirá la reforma energética, sus alcances y los límites que le imponga la regulación, el ejercicio de la rectoría estatal que Madero el ínfimo declaró liquidada. Si los partidos de la izquierda se fugan hacia la fantasía del 18 Brumario, la oligarquía los enviará al basurero de la historia.
Es largo el proceso de las reformas constitucionales. Y no concluye al ser firmada y promulgada por el titular del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión. Por muy supremo que fuera y siga siendo; por muy capaz que se muestre para alcanzar el voto aprobatorio de más de la mitad de los congresos locales de la República. Peña Nieto firmó el acta de promulgación y la envió a la Secretaría de Gobernación para que se publicara. De inmediato, ya sin obstáculo alguno, Miguel Osorio Chong imprimió y publicó el ejemplar de marras en el Diario Oficial de la Federación. Todo a paso veloz. Y más todavía por la cerrazón de los diputados de la izquierda que decidieron tomar la tribuna vacía del salón de plenos y bloquear las puertas con curules y otros trastos inútiles. Manlio Fabio Beltrones y Ricardo Anaya trasladaron la sesión a un salón alterno. Aprobaron las reformas a toda prisa. Y el sonorense líder de la bancada del PRI las envió de inmediato a los congresos locales que, en ese momento, discutían los presupuestos de sus respectivas entidades.
Todavía no concluye el proceso. Enrique Peña Nieto anunció de inmediato que
a la brevedadenviará las iniciativas de leyes reglamentarias. No vaya a ser el diablo. Porque en la calle marcha la izquierda sin rumbo, limitada a convocar la consulta popular y demandar juicio penal contra el Presidente de la República
por traición a la patria. Pero arde el llano en todo el país. Y la desigualdad imperante impediría que lleguen a los marginados los beneficios de la apertura que es
un gran paso hacia el siglo XXI.
Más de la mitad de los mexicanos está en la pobreza; millones tienen hambre. Y hay funcionarios del cambio que responden como Héctor Pablo Ramírez, director de Liconsa: a los millones de indígenas les hace daño beber leche; y además no tienen los 4.50 pesos que cuesta un litro.
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