Perredistas se atrincheran en San Lázaro en contra de la reforma energética. Foto: Germán Canseco |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La reciente reforma en materia de energía ha dejado un sentimiento de malestar. La manera tan apresurada en que se hizo, los cabos que deja sueltos, los atropellos a las reglas que norman la marcha del proceso legislativo, el encono y los agravios para gran parte de la sociedad mexicana no auguran un buen futuro para la vida democrática del país ni para la posibilidad de dar un necesario giro a la política económica. Difícil será retomar el necesario diálogo entre las fuerzas políticas del Congreso; difícil será tener confianza en la élite política, los motivos que la inspiran y los intereses que persigue.
Los hidrocarburos son, sin duda, uno de los recursos más importantes con que cuenta México para superar diversos problemas que no han encontrado solución, como la lentitud del crecimiento económico, el rezago tecnológico, los altos niveles de pobreza y la carencia de empleos formales. Sin embargo, una gestión desacertada de las fuerzas que desatará la reforma energética, entre ellas la conocida corrupción de la clase política, puede dar al traste con cualquier esperanza de reorientar la economía del país. La manera desaseada con que se ha procedido, la inconsistencia de los documentos aprobados y sobre todo la incapacidad del Ejecutivo para transmitir cuáles son realmente los fines que se persiguen en materia de desarrollo energético invitan al escepticismo. Como tantas otras reformas que han pretendido modernizar al país, ésta puede ser simplemente la puerta de entrada a una época aún más acentuada de corrupción y generación de beneficios distribuidos de manera muy desigual.
La lectura del dictamen por el que se reforman y adicionan los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución ofrece material para justificar el escepticismo. Está presente allí una clara inconsistencia entre los razonamientos que intentan dar legitimidad a la reforma y las medidas específicas a tomar según lo establecido en los 21 párrafos transitorios; éstos fijan la pauta para las adecuaciones jurídicas que se llevarán a cabo para implementar la reforma.
A juzgar por lo que se presenta en más de 200 páginas, los legisladores se interesaron profundamente en la situación mundial, los cambios ocurridos en el mercado internacional de energéticos, el crecimiento de la demanda en los países emergentes, los adelantos tecnológicos en materia de explotación de hidrocarburos no convencionales y el surgimiento de Estados Unidos como país autosuficiente en materia de petróleo e importante exportador de gas natural.
Todo ello modifica la geopolítica tradicional en materia de energéticos e invita a buscar modelos exitosos que puedan inspirar nuevos caminos para México. El documento dedica entonces especial atención a los casos de Noruega, Colombia y Brasil. En los tres países se encuentran historias de éxito y en los tres está presente una empresa nacional fuerte que, sin prescindir del capital privado, es el motor más poderoso de una pujante industria petrolera: Petrobras en Brasil y Statoil en Noruega son ejemplos muy conocidos.
Tomando en cuenta tales antecedentes, es pertinente la pregunta: ¿Quiere México tener una empresa semejante a la que tienen los países hacia los cuales se voltearon los ojos cuando se hizo el dictamen? No parecer ser así. A juzgar por lo establecido en los artículos transitorios, están previstos cambios en Pemex, como es convertirlo en una “empresa productiva del Estado”. Sin embargo, nada de lo establecido allí lleva a pensar que tal empresa será el jugador principal; más bien se espera su progresivo debilitamiento. ¿Qué lo podría sustituir? No tener una empresa nacional fuerte es, en el panorama internacional actual considerado en el citado dictamen, una omisión muy negativa.
Otro ejemplo de inconsistencia son, de nuevo, la distancia entre el empeño en tomar conciencia de los cambios en el panorama mundial y las acciones previstas para enfrentarlos. Se dice, por ejemplo, que ocurre una disminución de las importaciones de petróleo por parte de Estados Unidos, país donde, hasta ahora, México envía la mayoría de sus exportaciones petroleras. Es urgente, por lo tanto, buscar nuevos clientes, entre los que China aparece como uno de los más visibles. Se trata de una apreciación justa.
Ahora bien, al llegar a las acciones previstas en los transitorios no se encuentra ninguna alusión a la necesidad de que México cuente con una masa crítica muy bien preparada para leer lo que ocurre en el mundo de la energía y decidir sobre el margen de maniobra para dialogar con el exterior y posicionarse políticamente. No se trata solamente de la necesidad de orientar hacia nuevos mercados exportaciones petroleras, sino de hacer de esa venta un punto de partida para una relación integral que abarque otros ámbitos políticos, económicos y de cooperación. En otras palabras, sería un error pensar en las relaciones exteriores de México en materia de hidrocarburos como si éstos sólo fueran objeto de acuerdos comerciales.
Sin embargo, en ninguna parte hay alusión a la creación en el seno de la Secretaría de Relaciones Exteriores de una comisión o grupo especial de trabajo encargado de asuntos de energía, como sí lo hay en el caso de Itamaraty en Brasil. Aquí parece que la política exterior y los asuntos energéticos no están relacionados. ¿Por qué entonces tantas páginas dedicadas a las cuestiones de política energética internacional contenidas en el dictamen? ¿Cómo considera el gobierno el posicionamiento de México en la geopolítica mundial del petróleo? ¿O se trata, acaso, de algo que sólo compete a las inversiones que esperamos que lleguen?
La ausencia de respuesta a tales preguntas habla de un proyecto mal acabado para una etapa que será decisiva para la vida del país. Toca a la sociedad, los académicos, los medios de comunicación y la ciudadanía en general trabajar para que las inconsistencias que hoy se advierten sean superadas.
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