L
a ceremonia de conmemoración de la Independencia, que debiera ser un momento de auténtica unidad nacional, tuvo lugar el pasado domingo bajo el signo de la polarización y la fractura. Mientras el presidente Enrique Peña Nieto encabezaba el acto oficial desde el balcón de Palacio Nacional, no lejos de allí, en la explanada del Monumento a la Revolución, miles de maestros afiliados a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación llevaron a cabo su propio festejo.
En la plaza principal del país el acto fue deslucido por una participación popular de suyo escasa y, para colmo, inhibida por un avasallador aparato de seguridad que dio preferencia, en el ingreso al Zócalo, a los contingentes enviados por funcionarios priístas desde entidades vecinas al Distrito Federal, especialmente del estado de México. De esa manera, la tradicional festividad popular fue sustituida por una actividad partidista y excluyente.
La ceremonia del Grito no es el único caso. Dado el calado de la fractura social que experimenta el país, y para prevenir eventuales expresiones de crítica y descontento, la Presidencia de la República ha optado, en el curso del sexenio anterior y en lo que va del presente, por proteger a su titular con audiencias leales. Así ha venido ocurriendo, por ejemplo, con los mensajes políticos presidenciales emitidos con motivo de la presentación de los informes anuales de gobierno estipulados en la Constitución.
Salvadas las diferencias entre ambos acontecimientos –el Grito de Independencia y el mensaje presidencial con motivo de la entrega del Informe–, es claro que ambas circunstancias, que debieran ser espacios, si no de unidad, cuando menos de convivencia política y social, se han ido volviendo entornos crecientemente blindados en los que el poder presidencial pareciera buscar la restauración de una unanimidad formal que dejó de existir hace 25 años, desde que Miguel de la Madrid fue enérgicamente interpelado por las oposiciones legislativas durante la presentación de su último Informe de gobierno.
Por otra parte, que aquella ceremonia presidencialista haya debido ser suprimida por las críticas de la oposición a la figura presidencial y que la conmemoración de la Independencia el 15 de septiembre sea aprovechada para expresar descontentos y malestares sociales –como ocurrió la noche del pasado domingo, a pesar del estrecho cerco policial y militar en torno al Zócalo– son indicativos de la crisis de representatividad y legitimidad que afectan el funcionamiento de las instituciones.
Sería deseable, ciertamente, procurar una recuperación de las maneras y de la respetabilidad de los representantes formales de la sociedad, pero parece difícil que tales objetivos puedan lograrse mediante actos de simulación como el acarreo de incondicionales. Es preciso, en cambio, buscar las claves de la pérdida del prestigio institucional en sostenidas políticas gubernamentales que han lesionado gravemente el tejido social, la economía popular y la soberanía nacional: las estrategias de seguridad que redundan en mayor inseguridad, el modelo económico que en vez de colocar al país en la prosperidad lo ha hundido en una recesión permanente y en una desigualdad exasperante, el sometimiento progresivo a las directrices de Washington y la entrega, así sea de facto, de bienes y facultades nacionales a grandes consorcios financieros e industriales del extranjero.
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