Lejos ya del papel de capataz de los cerca de 7 mil jornaleros que participaban en las tareas relacionadas con el tráfico de drogas desde el rancho El Búfalo, Rafael Caro Quintero, quien decía hallarse “jodido” y estar “hasta la madre” tras 17 años de prisión, admitió que era “enamorado de tiempo completo”, que era rebelde desde pequeño porque le resultaba “muy difícil acatar órdenes”, y que tanto él como sus hermanos le tenían miedo a la gente. “Es mala comparación pero éramos como animales salvajes”, dijo en la entrevista que se reproduce enseguida y que se publicó en el libro Máxima Seguridad, de Julio Scherer García.
Rafael Caro Quintero es un zombie. Dejó de vivir. Calada la gorra beige hasta las cejas, corre vueltas y vueltas alrededor del patio. No altera el paso, rítmicos los movimientos, perfectos. El cuello permanece inmóvil y el cuerpo carece de expresión. Nada lo detiene, nadie lo interrumpe.
Desde los centímetros abiertos de una ventana horizontal de vidrios como acero, le grito:
–¡Rafael!
Sé que me escucha. Sigue.
De nuevo:
–¡Rafael!
Sigue.
Otra vez.
Apenas se detiene. Me reconoce.
Hace casi veinte años el país se asomó al escándalo del narco. Fue denunciado “El Búfalo” como una extensión inmensa sembrada de marihuana. El capataz era Caro Quintero, con dominio sobre siete mil jornaleros. Las crónicas de la época afirmaron que se trataba de mano de obra envilecida. Sueldos ínfimos y vigilancia perruna alrededor de sus barracas.
Los tráilers con droga circulaban por la carretera al norte como un automóvil en una vía desierta. Personas importantes estaban detrás del gran negocio. De otra manera costaría trabajo explicarse la impunidad imperante en aquella región de Chihuahua.
Se supo entonces de la vanidad de Caro Quintero. Millonario, apuesto, personaje inédito que rozó la leyenda, fue tema de corridos. Caro Quintero daba entrevistas y se gozaba con sus fotografías en los periódicos. Su sonrisa, anchos y fuertes los dientes, se correspondía con la de un actor.
–¿Qué piensa del narco, Rafael?
–A estas alturas no sé ni qué contestarle. Voy para 17 años preso. Es malo por tanto vicio con la juventud. Creo que ahora está más arraigado con la gente. En aquel tiempo no éramos viciosos. Yo no le pegaba a nada.
–¿Y los demás?
–Pues que yo haya visto, no. En aquel tiempo no era el desmadre que es ahora. No había esos pleitos de hoy, eso de cártel contra cártel.
–¿Se pensaba inocente?
–No le voy a decir que era inocente. Tenía veintitantos años. La necesidad y la falta de estudios me hicieron meterme. Era y soy muy pobre. A estas alturas ya está uno acabado. Ahora ya no somos las personas que caímos.
–¿Perdió todo?
–La mayoría de mis cosas.
–¿Qué tenía?
–Unos ranchos, bastante ganado, todo me decomisaron.
–¿Cuántos ranchos?
–Seis.
–¿Y ganado?
–Como cinco mil cabezas. Era muy bueno. Tenía Indobrasil, Angus, Bravo.
–¿Para quién trabajó?
–Para nadie.
–¿Trabajó para Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa? Miles de jornaleros estaban bajo sus órdenes y había soldados en “El Búfalo”.
–Para nada. Yo no tengo relación con toda esa gente.
–¿De qué complicidades se valió para hacer tanto como hizo?
–A puro valor. A puro valor tonto, porque no era otra cosa. Nada más ir por allí para ver si pegaba, ¿me entiende?
–No, no entiendo.
–A ver si se podía. Pero yo no estaba bien con nadie, con ningún policía.
–¿Y cómo pasaban los tráilers de un lado para otro?
–En aquel tiempo no estaba tan duro como hoy. Y sobre cosas así no me gustaría tocar el tema.
–Cuente.
–No tengo que contar sobre eso. Yo empezaba.
–¿Y hubiera seguido?
–No sé qué habría pasado.
–¿Saldrá de Almoloya?
–Pues si Dios quiere. Tengo muchas esperanzas. Tengo que salir. Tengo una familia que me está esperando. Tengo que ayudarle a mi esposa con mis hijos.
–¿Cuántos?
–Cuatro.
–¿Sólo cuatro?
–Hay otros cuatro por fuera.
–¿Reconoció a los ocho?
–A la mayoría. Aquí es complicado porque sólo pueden entrar doce personas. Mi esposa, mis cuatro hijos, mi mamá, mi suegra y mis cinco hermanas. A mis hermanas les es difícil venir acá. Las atacan por la prensa, la tele, por todos lados.
–¿Recuerda a Julia Sabido? Trabajaba con el doctor Alfonso Quiroz Cuarón y a usted le hizo el examen psiquiátrico cuando ingresó al Reclusorio Norte.
No la recuerda.
–Yo le pedí que me mostrara el estudio psiquiátrico que hizo sobre usted. Me respondió que no. Era confidencial. Le pedí entonces que me dijera cómo es Caro Quintero.
–Muy bronco, le debió haber dicho.
–“Es un hombre muy sensual. Yo le diría que es un sexo que camina, duerme, sueña, platica”. ¿Es usted así?
–Pues no le sé decir.
–Pues dígame.
–Pues yo no sé de esa palabra.
–¿Es usted un enamorado de tiempo completo?
–Para qué le voy a decir que no.
–¿Nunca se detuvo?
–La verdad, no.
–¿Quería usted el billete para las mujeres?
–Yo ayudé a mucha gente pobre, necesitada, nomás que se me hizo un escándalo, un caso político.
–¿Por qué el escándalo?
–Sería porque cayó mucha gente al mismo tiempo. Cayó Fonseca, caí yo y se hizo un gran mitote.
Vuelve al pasado.
–En el Reclusorio Norte se nos dio la oportunidad de arreglar una “íntima”. En el dormitorio donde estábamos metimos una sala y acondicionamos nuestro espacio. Hacíamos talacha diaria y el piso relumbraba. Los muchachos y yo lavábamos con jabón, con pino. Teníamos refri y tele. El módulo era precioso.
–¿Tenían botellas?
–No, pero nosotros preparábamos la comida. Teníamos cocina.
–¿Invitaban a las muchachas?
–Venían algunas novias. Y una vez, cuando se casó uno de los muchachos, tuvimos música que él llevó.
–¿Cuánto le dieron al director para que permitiera la música?
–Era una boda. El novio hizo los preparativos y habló con el director. Le dieron el permiso. La música duró cinco o seis horas.
–Tenían la cocina, la íntima, su propia celda. ¿Qué más tenían?
–La íntima se compartía entre los seis que éramos. Un día cada quien. Un dormitorio lo dividimos en dos partes. En una estaba mi compadre Fonseca y su gente, y la otra me tenía a mí con mi gente.
–Me dijo que Fonseca está muy jodido.
–Así estamos todos. Yo ando mal de la próstata, traigo una colitis que no me la pueden quitar por los nervios.
–Ésta es una cárcel que se hizo como un filtro. Una cárcel de pasada. Nos iban a tener un tiempo y conforme fuéramos evolucionando nos iban a mandar a nuestro lugar de origen o de donde viniéramos. Cuando llegamos nos aseguraron que nuestra estancia sería por seis meses. Yo en tres días tengo nueve años aquí. Ya no aguanto. Aquí no pueden venir mis sobrinos ni un amigo, nadie fuera de la lista. Para incluir a uno nuevo hay que borrar un nombre de los originales.
“Mi madre anda cerca de los setenta años, cansada de estar viniendo. Ésta es una cárcel muy dura que te afecta mentalmente, te afecta la vista, los órganos, poco a poco. Los medicamentos salen más caros que la comida. Padezco también de la vista y tengo una hernia. Cuando llegué me dieron medicamentos controlados. No los quería tomar. Nunca había tomado pastillas. ¿Cómo se llaman? Psicotrópicos, ¿no?
“Los psicotrópicos me dejaron una depresión que olvídese, una tristeza que no se la deseo a nadie. Se pone uno totalmente triste, sin ánimos, no quiere ver a nadie, sin ganas de nada.”
–¿Ni de la esposa y los hijos?
–De nada. Cuatro años estuve corriendo diario, diario. Hacía otros ejercicios. Jugaba mucho volibol. Dije: “Ya nos van a cambiar, ya mero, espérate, tranquilo”. Y nada. Me puse a correr otra vez. El mes que entra tengo otros tres años corriendo diariamente.
–¿No le aburre correr?
–Estoy hasta la madre. La cárcel es un campo de concentración. Cuando me trajeron a Almoloya mandé a mi abogado, Efraín García Ramírez. Hizo un estudio de esas prisiones que son parecidas a ésta: el sesenta por ciento se suicidó y el otro cuarenta por ciento quedó todos locos.
“En las cárceles francesas había terroristas, gente de ese tipo. Aquí cuánta gente no se ha ahorcado, se ha muerto. Uno oye nada más. Yo tenía un amigo que vivía con nosotros en el módulo y nos llevábamos muy bien. Se llamaba Jorge Zaid Aparicio. Un compañero y yo fuimos a los servicios médicos. Oyó que ahí estábamos y nos gritó. Dijo que ya no aguantaba, que estaba muy malo y que no sabía qué tenía. Se lo llevaron a Santa Marta, su familia lo sacó y lo trasladó a un hospital. Hace unos 20 días nos dijeron que había muerto. Aquí te dejan ir cuando ya no hay nada que hacer.”
–¿Son frecuentes los suicidios?
–Tengo 47 años y no cualquiera aguanta esta cárcel. Mire cómo traigo el pelo. Aparte de mi familia, tenía como nueve años sin hablar con nadie. Ya no coordina uno una conversación, ya no enlaza igual que antes, cuando estabas en un reclusorio donde había mucha gente. Aquí tiene uno el teléfono tres veces al día, diez minutos. Y hay que estar pendiente de los hijos. Ahí van. Ya se recibió el mayor en administración de empresas. La segunda se recibe en mercadotecnia, si Dios quiere, en mayo. El que sigue lleva dos años en medicina. Con el que estoy batallando es como un carajo, porque es gordo. Tiene 18 años.
–No hace ejercicio.
–Ni un carajo. Pesa ciento y tantos kilos y traemos pleito porque no hace la dieta. Ayer le dije a mi esposa que le quitara el carro.
–¿Se tiene autoridad frente a los hijos estando aquí?
–Pienso que sí. Tuve suerte con ellos y quiero que se fijen en mí para que no se me descarrilen. Tanto año yo sufriendo aquí, que ellos no me vayan a hacer una tontería. Por necesidad, por vaquetones, por lo que sea.
–Por las señoras.
–No pensaba en eso. Mis hijos llevan una carrera limpiecita.
–El gordo no tanto.
–El gordo también.
–¿De veras tiene autoridad sobre sus hijos?
–Hace dos o tres años, en junio, les pregunté a los dos más chicos: ¿Pasaron los exámenes? ¿Seguro? No me echen mentiras. Pidieron permiso para ir al rancho en Sinaloa, donde nací. Ahí tengo caballos. Le dije a su mamá que fuera a la escuela a averiguar. Uno reprobó tres materias, el otro dos.
“Llegando a Culiacán con su otra abuela, ya tenían orden de regresarse a Guadalajara y hablar acá, conmigo. Ya tenía un tiempecito de quererlos mandar a un colegio militar. ‘Como ustedes me echan mentiras, yo también voy a ser cabrón con ustedes. Me están engañando, los voy a chingar’. Los mandé por un año a un colegio militar durísimo en San Luis Missouri. Uno volvió malo de la presión, con ciática. Han tenido una mamá muy buena.”
–Me dicen los choferes, allá afuera, que su señora es muy guapa.
De pronto, Caro Quintero me desconcierta. Algo le da vueltas en la cabeza, se fue lejos.
–¿Cómo me dijo que se llamaba?
–¿Quién?
–Julia, Julia qué.
–Julia Sabido.
–¿Qué le dijo? A ver, ¿cómo? Me levantó el ánimo con eso.
–“Julia, usted le hizo el examen psiquiátrico a Caro Quintero. Por qué no me lo muestra”. Fue imposible. El estudio era confidencial. Bueno, Julia, ¿cómo es Caro Quintero? No me dijo es un sexo. Me dijo: “Es una verga que camina, corre, sueña, se alimenta, vive”. Así más o menos. ¿De qué se ríe?
–De eso que me está contando.
–¿Así era usted?
–Yo creo que sigo siendo igual.
–¿Igual, igual?
–No me gusta el pelo blanco.
–No le queda mal. Es usted cobrizo, de una piel brillante.
–Desde muy joven soy canoso. Decían los periódicos que me pintaba rayos. (También decían que pagaba a un masajista en el reclusorio para que le limpiara la cara de barros y espinillas.)
–¿Cómo era usted cuando era bronco?
–Era rebelde. Se me hacía muy difícil acatar órdenes, hasta de mis padres. Me cuereaban mucho de chiquito. Yo soy de una sierra. No entraban los carros, era un barranco donde vivíamos. Cuando oíamos el ruido de las bestias o de los perros era que iba a llegar gente. Mis hermanos y yo corríamos al monte.
–¿Por qué?
–Le teníamos miedo a la gente. Es mala comparación pero éramos como animales salvajes.
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