E
l solo intento de vincular la espiritualidad y política produce una curiosa e intensa irritación. Los conservadores identifican lo espiritual con la religión y prefieren no contaminar a esta con
la inevitablemalicia de los políticos. Los progresistas no sólo exigen, y con toda razón, una radical separación entre la Iglesia y el Estado, si no se enfurecen contra quien intente mezclar una actividad pragmática, orientada a un fantasma difuso como el alma o espíritu, según ellos, un ente inevitablemente religioso.
La verdad es que no existe, ni puede existir separación, si consideramos que el espíritu es la facultad de percibir lo sublime y actuar en consecuencia y si aceptamos que esa capacidad es intrínsecamente humana, poderosa, universal y también que la política puede, debe ser, en su más alta expresión, el ejercicio del poder para conducir a los grupos hacia el bien, no puede dejar de identificarse con lo espiritual. Así la espiritualidad y la política se ilustran y se nutren mutuamente. Esto nada tiene que ver con la religión, ni con el pensamiento mágico, que impugna, con tanto ardor, el pensamiento positivista, materialista y reduccionista, que en el fondo es la religión efectiva de las elites cultas de occidente y que finalmente se reduce , tanto hacia la derecha o hacia la izquierda , en medir el progreso humano con las estadísticas del crecimiento económico.
Una nueva conciencia que reconoce a la espiritualidad como la cualidad humana más profunda no la hace depender de convicciones religiosas, sino de la libre adhesión a la búsqueda de lo mejor, en particular de la felicidad. Esta conciencia no necesita de doctores o príncipes que le digan en que creer, sino de pensadores y gestores del bien colectivo. Y por supuesto de políticos, buenos políticos orientados por una ética humanista, pero además pragmáticos y muy efectivos.
Esto no quiere decir que aquellos que aceptamos una espiritualidad laica, funcional y pragmática, sustentada en la experiencia empírica y no en una revelación, tengamos derecho a despreciar a quienes alimentan su espiritualidad en el ejercicio religioso. Ese rechazo furioso es pura expresión de intolerancia y soberbia. Y esto es grave cuando vivimos dentro, e intentamos conducir políticamente a uno de los pueblos más espiritualistas de la Tierra, como es el nuestro.
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