4 febrero 2013
En su Breviario de podredumbre, Cioran decía que “la diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad”. En los últimos meses, el trivial discurso público oficial −demagógico, manipulador y viciado de origen− en torno a la contrarreforma energética desnacionalizadora y la profundización de la desarticulación/privatización de Pemex, que llama a superar “dogmas”, “tabúes” y “atavismos ideológicos” en torno al régimen legal de la paraestatal, para modificar los artículos 27 y 28 constitucionales, ubicaría a Enrique Peña (Ejecutivo), Luis Videgaray (Hacienda), Joaquín Coldwell (Energía), Emilio Lozoya (Pemex) y César Camacho (PRI) en la categoría utilizada por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal.
Esto es –más allá de las diferencias obvias entre el régimen hitleriano, el mando medio nazi encargado de organizar el transporte de prisioneros a los campos de exterminio humano planificado–, el México actual y los funcionarios priístas de marras como personajes que no han reflexionado sobre las consecuencias de sus actos e impulsan males para la sociedad mexicana (la contrarreforma energética y la privatización de Pemex), al acatar órdenes de los amos de la economía neoliberal trasnacionalizada, de manera sumisa y obediente.
Aunque cabe aclarar que más allá de la falta de inteligencia y capacidad de reflexión manifiesta de alguno de los funcionarios “modernizadores” citados, todos aplicarían como comisionistas de lo que el Nobel Joseph Stiglitz llama “empréstitos de sobornización”, ligados a los programas de “ajuste estructural” y lo que falta de las “reformas” neoliberales promovidas por el Tesoro estadunidense y sus perros guardianes, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo. Ergo, como Salinas, Zedillo, Fox, Calderón, Gurría, Herminio Blanco et al, todos van por la lana. Y para eso les sobra inteligencia, como denota la picaresca delincuencial priísta del Pemexgate, el Monexgate y el Sorianagate.
En materia de energía (hidrocarburos, electricidad, agua), el equipo peñista no hace sino continuar y profundizar los afanes privatizadores neoliberales desatados en el gobierno de Miguel de la Madrid, cuando irrumpieron la ideología del mercado total y la dictadura del pensamiento único de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Hoy, la “puesta al día” del viejo/nuevo PRI −como señaló en estas páginas Javier Jiménez Espriú− pasa por cambiar “los dogmas de la Revolución y la expropiación petrolera, por los dogmas del FMI y el Banco Mundial”; con Barack Obama presionando desde la Oficina Oval, como lo hicieron antes Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo, desde que en 1979 la asesora de inversionistas de Wall Street, Blyth, Eastman & Dillon, planteó, de cara a las convulsiones en Medio Oriente, que “procedía integrar los vastos recursos energéticos de América del Norte (Canadá, Estados Unidos y México)” al aparato económico, político y militar estadunidense, “mediante un sistema eficiente de distribución” energética y una suerte de “mercado común” (ver “Petróleo, trabajo, despojo”, John Saxe-Fernández, La Jornada, 15/11/12).
En la coyuntura, la docilidad y obediencia del equipo gubernamental a los dictados del capital trasnacional −con el aval subordinado del Consejo Coordinador Empresarial y los integrantes locales del Comité Ejecutivo Bilateral México-Estados Unidos para la Administración de la Frontera en el Siglo XXI−, está amarrada a los candados y objetivos del ambiguo Acuerdo sobre yacimientos transfronterizos, suscrito por Obama y Felipe Calderón en febrero de 2012, que persigue de facto la incorporación del petróleo y gas natural mexicanos a la “seguridad energética” estadunidense, y de Norteamérica como perímetro espacial geopolítico que subsume a Canadá y México bajo el paraguas de Washington; con la participación activa del ex embajador en México, Carlos Pascual, actual coordinador de Asuntos Energéticos del Departamento de Estado.
Presiones a las que se sumó en su campaña presidencial el candidato republicano derrotado, Mitt Romney, y en enero último su correligionario Richard Lugar, el senador de mayor rango en el Comité de Asuntos Exteriores, quien vio una “ventana de oportunidad” para la norteamericanización de la energía, en las contrarreformas anunciadas por Enrique Peña en Washington y Europa antes de su toma de posesión.
Pero también, en el marco de la ahora llamada “geopolítica del gas esquisto” promovida por el propagandista Robert Kaplan desde el portal de Stratfor, las voraces presiones de los principales tenedores de bloques accionarios de corporaciones como la mayor petrolera del mundo Exxon-Móbil –entre ellos Citigroup, dueño de Banamex−, para que Pemex abra la explotación del gas shale y el petróleo no convencional de Chihuahua, Sabinas-Burro-Picachos, Burgos, Tampico-Misantla y Veracruz a compañías privadas. Vinculado a lo anterior, en una operación propia del “capitalismo de compadres”, destacan las labores de cabildeo del CEO de Exxon, Rex Tillerson, y las promociones de los hermanos Medina Mora: Eduardo, ex titular de la PGR, nombrado embajador en Washington, y el banquero Manuel designado copresidente de Citigroup para México y América Latina.
En ese contexto, luego de la explosión ocurrida en el complejo administrativo de Pemex el 31 de enero, mientras se dilucida si fue accidente, imprudencia o atentado, no está de más alertar sobre una eventual intentona priísta de aplicar la doctrina del shockutilizando la tragedia. Sería una típica jugada del “capitalismo del desastre”, como lo llama Naomi Klein: que a partir del estado de shock y trauma colectivo provocado por las muertes se buscaran impulsar las “modernizaciones planeadas” para darle otra oportunidad al… mercado.
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