miércoles, 4 de julio de 2012

Lo que estuvo y lo que estará en juego


El aspirante presidencial priista, Enrique Peña Nieto y su homólogo perredista, Andrés Manuel López Obrador. Foto: Eduardo Miranda y Benjamin Flores
El aspirante presidencial priista, Enrique Peña Nieto y su homólogo perredista, Andrés Manuel López Obrador.
Foto: Eduardo Miranda y Benjamin Flores
MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¿Una decisión histórica? A lo largo del siglo XX mexicano y de lo que llevamos del actual, todas las elecciones presidenciales han sido calificadas en algún momento de “históricas”. Sin embargo, el tiempo mostró que algunos de los cambios de la estafeta presidencial apenas si dejaron huella y simplemente fueron las inercias las fuerzas determinantes del periodo. Es imposible predecir si la elección misma del 2012 es de las que dejará marca perdurable o no, aunque algunas de sus características permiten suponer que va a quedar entre las que cuentan en la conformación de nuestra historia política contemporánea. Y la marca será más por lo que pudo haber sido que por lo que fue.
La primera razón por la cual la que acaba de tener lugar podrá ser una elección significativa es que la decisión que tomó una mayoría relativa de los mexicanos se dio en un contexto realmente competido, pues al elector se le ofrecieron dos proyectos significativamente distintos: uno de derecha con dos variantes y otro de izquierda.
Las propuestas en disputa no se reflejaron tanto en las plataformas de los partidos o coaliciones –todas tuvieron amplias zonas de ambigüedad y tendieron a situarse en el centro– sino en los candidatos, en su biografía y su personalidad. La candidata del partido en el gobierno, Josefina Vázquez, entró a la política profesional hace relativamente poco y por la puerta grande, montada en el triunfo del 2000 de Vicente Fox y como miembro de su gabinete. Como candidata del PAN su propuesta resultó apenas una variante de la política que efectivamente llevó a cabo el gobierno que está por terminar; difícilmente hubiera podido ser de otra manera.
La verdadera alternativa al rotundo fracaso de los dos últimos sexenios panistas la ofrecieron dos políticos profesionales pero con carreras y proyectos muy distintos: el priista mexiquense Enrique Peña Nieto (EPN) y Andrés Manuel López Obrador (AMLO). El primero, tras egresar de un par de universidades privadas, empezó su carrera política a los 27 años como tesorero de un comité del PRI en la campaña de un candidato que de antemano se sabía que ganaría la gubernatura –Emilio Chuayffet– para luego pasar a ser secretario particular de dos secretarios del gobierno mexiquense hasta llegar él mismo a la gubernatura en su calidad de protegido del mandatario saliente, Arturo Montiel.
Así pues, como político, EPN nunca dejó de estar en el primer círculo del poder del Estado de México, la entidad con mayor cantidad de votantes y donde por 83 años ininterrumpidos el PRI ha sido el partido dominante. El segundo, AMLO, se lanzó de lleno a la política de Tabasco a los 24 años proveniente de una universidad pública (la UNAM), y lo hizo impulsado por un poeta –Carlos Pellicer– y, literalmente, desde la base de la pirámide social: trabajando y viviendo por cinco años con los indios chontales. En la coyuntura de 1988 AMLO optó por la propuesta neocardenista, dejó al PRI y a inicios de este siglo se ganó a pulso su posición como el líder indiscutible de la izquierda mexicana, una izquierda muy dividida y donde el único factor de relativa unión fue el propio AMLO.
Las diferencias en los inicios de los dos candidatos presidenciales de oposición marcaron de manera indeleble sus carreras, estilos y, sobre todo, los intereses políticos, económicos, sociales y culturales que decidieron encarnar y representar. EPN se constituyó en la opción de centro derecha y de todos los poderes fácticos ante el fracaso de Fox y de su sucesor, Felipe Calderón –continuador, en lo esencial, de la política que el PRI puso en marcha a partir de la crisis de 1982– y AMLO en la de centro izquierda.
La mayoría relativa de quienes acudieron el 1 de junio a las urnas, y por una mezcla de razones sobre las que se deberá ahondar en el futuro, optó por conveniencia o convicción por la invitación a seguir el camino ya muy trazado y trillado de la derecha. Así pues, en el futuro inmediato México marchará por esa orilla del río de su historia con todo lo que implica, en particular la persistencia de un desequilibrio profundo en su estructura social.
Otra razón para suponer que la elección que acaba de tener lugar será de las que queden en la memoria, es porque no dio el triunfo a cualquier derecha, sino que significó el retorno al centro de la escena política del partido autoritario más exitoso del siglo XX. La cuarta ola democrática de la historia moderna mundial permitió suponer que partidos como el PRI desaparecerían ahogados por el peso de sus abusos y corrupción o que, al menos, quedarían permanentemente condenados a jugar papeles secundarios. Finalmente no fue ese el caso en Taiwán y ni tampoco ha sido el de México. Hoy, la democracia mexicana tiene a uno de sus enemigos más astutos en su seno y dispuesto a permanecer ahí por largo tiempo. Y este hecho marcará la vida política de México en los años por venir.
El futuro inmediato. En la arena estrictamente política, la gran incógnita del futuro inmediato es cómo procesará la sociedad mexicana el retorno del partido autoritario al primer plano, pues el PRI nació para administrar una contradicción –elaborar un discurso democrático que resultara útil al funcionamiento cotidiano de una estructura antidemocrática y abusiva–, y por 71 años la contradicción funcionó. Y es aquí donde debemos admitir que el régimen autoritario que se consolidó tras el triunfo de la Revolución Mexicana nunca dejó realmente de existir: sobrevivió en feudos como el Estado de México o Veracruz; ahí restañó heridas, acumuló recursos y renovó alianzas con los grandes poderes fácticos –la televisión monopólica en primer lugar– y desde ahí, al fallar catastróficamente un PAN que no supo ser fiel a su origen, el PRI se lanzó a la reconquista.
Eso deja como gran problema y tarea inmediata de esa parte de la sociedad mexicana no dispuesta a resignarse a la restauración, a invertir una buena parte de su energía en la defensa del terreno ya ganado para la democracia, a sostener y de ser posible ensanchar el incipiente pluralismo.
La Ciudad de México, como el bastión principal de la izquierda, deberá continuar siendo la abanderada de una alternativa democrática, aunque no dispondrá de los recursos materiales ni del aparato político tan numeroso y disciplinado ni de las redes clientelares tan tupidas que el PRI ha construido y mantenido a lo largo de casi un siglo (hay que tener en cuenta que cuando dieron forma al PRI, los padres fundadores de ese partido llevaban más de un decenio de ser los amos y señores del mundo político mexicano).
Así pues, la tarea inmediata de quienes se identifican con la democracia política como el mejor sistema para México es resistir la inevitable tendencia del PRI a ser fiel a sus orígenes y a su historia autoritaria. Y que nadie se escude para no actuar aduciendo que el PRI actual ya no es el que fue y que se ha transformado en algo diferente del original. La impunidad de Montiel en el Estado de México, los acuerdos bajo la mesa para meter a la televisión a jugar y a fondo al lado de EPN en estas elecciones, la forma como buscó terminar con la protesta social en Atenco y en Oaxaca, la manera ilegal e ilegítima en que manipuló los recursos públicos de Coahuila, son sólo ejemplos recientes de que el tigre ni quiere ni puede desprenderse de sus rayas.
Finalmente, entre los muchos temas por enfrentar una vez que el ciclo panista ha concluido de la manera tan poco digna en que ha concluido, está, en la lista de lo urgente, enfrentar a un narcotráfico que ya demostró que puede mantener sus posiciones incluso frente a la ofensiva abierta y sin restricciones de las fuerzas armadas federales y auxiliadas por las agencias norteamericanas.
A lo urgente se le añade lo importante, y ahí destacan cuatro grandes problemas: los 51 millones de mexicanos viviendo en pobreza, una economía que en el último sexenio apenas si logró crecer al ritmo del 2% en promedio anual, lo que le impidió crear los empleos que se necesitaron, un sistema educativo secuestrado por un sindicalismo corrupto e incapaz de preparar bien a los niños y jóvenes para que enfrenten con éxito el reto de este siglo del conocimiento y una estructura productiva dominada por monopolios que, aunque inconstitucionales, avanzan en el control de áreas completas de la economía.
Finalmente, para la izquierda democrática que tanto ha navegado contra la corriente desde 1987, su primera tarea es rehacerse y deshacerse de su propia corrupción, pues en su fragmentación está una de las razones profundas de no haber podido tomar su turno en el timón de este navegar muy de prisa del siglo XXI mexicano.

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