Protestas contra Peña Nieto y Soriana.
Foto: Alejandro Saldívar
Foto: Alejandro Saldívar
MÉXICO, D.F. (apro).- Hace casi seis años Felipe Calderón fue reconocido como triunfador de la elección presidencial en medio de protestas que alegaban fraude. La respuesta del panista fue lacónica y sarcástica, dijo: “Haiga sido como haiga sido, pero ganamos”, evadiendo así una condición de ilegitimidad que lo persiguió como un fantasma.
En la política mexicana todo es posible, hasta hacer que exista el “haiga” como sinónimo de fraude.
Hoy estamos a punto de enfrentarnos a un nuevo proceso electoral con claros tintes de ilegalidad y a una nueva versión de ese descargo burlesco del “haiga sido como haiga sido”, que sólo ha servido de tapadera para quienes se mofan de la ley y de la ciudadanía con tal de obtener el poder mediante el fraude.
Al igual que Calderón, a Enrique Peña Nieto poco le importó violar la ley con tal de tener votos. Rebasó los topes de campaña, compró votos, recibió dinero de los gobernadores de su partido y probablemente de otras fuentes de origen sospechoso, fue apoyado por el crimen organizado en algunos estados, viajó en aviones privados y compró millones de espectaculares que inundaron paredes y autobuses de todo el país.
Pero no le importó saltarse todas las reglas electorales y judiciales porque el PRI sabía que, de obtener el triunfo, no anularían el proceso electoral y que, a lo más, tendría una multa que será pagada de los mismos recursos públicos que recibe a través del IFE. O sea, negocio redondo.
Los priistas aplicaron un nuevo patrón para realizar un fraude, un engaño a la ciudadanía y a las autoridades. Estudiaron bien los mecanismos de fiscalización y las formas de hacerse llegar recursos y también maneras de utilizarlos sin que se pudiera comprobar la ilegalidad.
Ya no fue el burdo mecanismo de antaño de llenado o robo de urnas (aunque los hubo), ni tampoco el uso indiscriminado de programas sociales (que también lo hubo), sino que se tejió de manera distinta este hilado de irregularidades con pactos empresariales y políticos con mucho tiempo de anticipación, bajo la anuencia de las autoridades electorales y del gobierno federal.
Por ejemplo, a pesar de que se registró y denunció desde el 2007 el acuerdo político y comercial con Televisa, nunca se investigó a Peña Nieto, quien como gobernador pagó millones de dólares de las arcas públicas a esta empresa para que lo mantuviera siempre en sus programas televisivos y hasta en las revistas de espectáculos. La Secretaría de Hacienda, la Auditoria Superior de la Federación, el Poder Legislativo y hasta las instancias electorales pudieron haber seguido las investigaciones periodísticas para detectarlo en la reciente campaña presidencial, pero todas hicieron mutis.
Viejos conocedores en las lides de la corrupción, los priistas se modernizaron en la compra de votos, aunque sin olvidar las primitivas maneras. Utilizaron los monederos electrónicos con tarjetas en supermercados y bancarias (Soriana y Monex), y las mezclaron con la compra directa del voto en las zonas rurales y urbanas más empobrecidas. Los gobernadores priistas, en su nuevo papel de virreyes, desplegaron todo su poder y sin importarles nada, de manera burda, hicieron proselitismo por Peña Nieto obsequiando de todo, pero también usando la presión para conseguir el voto para su candidato.
El nuevo PRI en su regreso juntó pasado y presente. Hizo acuerdos con las viejas estructuras caciquiles, como el caso de Elba Esther Gordillo que operó como lo sabe hacer, subterráneamente, a través del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y del Panal. Al mismo tiempo, el PRI contrató miles de spots en televisión y a un ejército de programadores que se dedicaban a mandar mensajes en las redes sociales a favor de Peña Nieto y en contra de sus adversarios, especialmente contra Andrés Manuel López Obrador.
El patrón que siguieron los priistas en los últimos años fue de preparación para el fraude aprovechando todos los vacíos legales y también la posición de sus aliados y cómplices en las televisoras, en el Congreso de la Unión y las instancias electorales, con los sindicatos y empresarios, en los medios y con los periodistas afines, en la Iglesia católica y con el crimen organizado.
El resultado final es un fraude fácil de ver pero difícil de fundamentar, un fraude cínico en el que participaron muchos, incluida una parte de la sociedad, pero que las autoridades sólo van a castigar como una irregularidad. Un fraude que el PRI cocinó por mucho tiempo para regresar a Los Pinos “haiga sido como haiga sido”.
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