Guillermo Almeyra
La Jornada es –siempre lo fue– un diario atípico. En un mundo donde los grandes medios de información pertenecen a consorcios económicos y sirven los intereses de los mismos, fue creada por suscripción popular y, desde sus comienzos, ha sido plural. En sus columnas, en efecto, se despliegan todas las posiciones posibles, todas las gamas de opiniones existentes dentro del amplio marco de la lucha contra el autoritarismo y por la democracia, contra el imperialismo y por la soberanía de los pueblos, por los derechos de los oprimidos en cualquier parte del mundo. En cierta medida, La Jornada es un corte vertical en la densidad cultural y política de la sociedad mexicana y saca a la luz todos sus estratos. Lo hace, además, con gran calidad e innovando, y en sus páginas nacionales o internacionales escribieron o escriben casi todas las mejores firmas del mal llamado progresismo latinoamericano, o sea, de una izquierda vasta que va desde el liberalismo de izquierda, pasando por el nacionalismo revolucionario, hasta el pensamiento renovador dentro de la tradición marxiana.
La Jornada es un diario independiente, de periodistas y escritores, orientado hacia los grandes problemas sociales de México y del mundo, y es, por su calidad, un punto de referencia obligado en escala mundial para seguir lo que pasa en nuestro país. En un país militarizado y en el que los derechos democráticos se reducen diariamente, como la piel de zapa, La Jornada aparece como un bastión orgulloso que defiende las libertades ciudadanas, como un periódico sin patrón que se niega a sumarse al coro –o a la jauría– de quienes sienten repugnancia ante la democracia, y asume la defensa intransigente de los restos de los derechos sociales y políticos que, en otros tiempos mejores, dieron lustre en nuestro continente al nombre de México. La Jornada asume la causa de los indígenas, de las mujeres, de los campesinos, del ecologismo, de la cultura amenazada por el ataque contra la enseñanza de la filosofía, por ejemplo, o del pensamiento crítico, golpeado por los asesinatos de profesores y alumnos universitarios, de luchadores sociales, de periodistas. Por su parte, los trabajadores de La Jornada –los jornaleros– no se ganan simplemente el pan haciendo el periódico sino que son militantes de las causas nacionales y populares, con su trabajo diario y con su sindicato.
Por supuesto, los límites y defectos de La Jornada son muchos, pero son pecados veniales porque La Jornada jamás cometió el pecado mortal de defender al capitalismo o a los poderosos contra los desposeídos. Sus carencias o errores periodísticos o políticos son solucionables y los problemas del diario son perfectibles, en la medida en que los propios lectores colaboran para ello con sus críticas, porque ellos son también más que simples consumidores de noticias de un diario que no tiene otro apoyo que el de su dignidad.
La Jornada es, por eso, mucho más que un diario: es un foro esencial para la reflexión política y cultural, un centro de información y de formación política de una vasta capa ciudadana, el remplazante muchas veces de un partido nacional, popular, reformador social que no existe, un instrumento que defiende a todo lo que –como el zapatismo, en su momento– puede ser germen de un futuro mejor para el país, América Latina y la lucha contra el gran capital financiero internacional expropiador de las soberanías, destructor de las conquistas de la civilización.
No es casual, por lo tanto, que desde tribunas marcadas a fuego por su pensamiento oscurantista y reaccionario y desprestigiadas por la falta de objetividad de sus artículos, como Letras Libres, hayan volcado contra La Jornada calumnias de todo tipo como, por ejemplo, un supuesto apoyo del diario al terrorismo de la organización vasca ETA por el simple hecho de que La Jornada estableció en su momento un acuerdo periodístico de intercambio con el diario vasco abertzale Gara. Dicho sea de paso, este odio de la derecha ibérica y de todo el colonialismo español contra la defensa de los derechos de los vascuences, odio que alimentaba a Letras Libres, tan ligada a Aznar y al Partido Popular español, acaba de recibir la respuesta del País Vasco donde, al igual que en Navarra, la coalición abertzale es el primer partido.
Un fallo de la Suprema Corte abre en nuestro país el camino a la calumnia sin argumentos que prueben lo que se afirma y al terrorismo verbal de los grupos de interés, mediante sucias mentiras y bajas insinuaciones, contra los adversarios de los que mueven los hilos de publicaciones como Letras Libres. Ese fallo, incoherente e insustentable, no resiste el menor análisis jurídico ni político y puede facilitar el linchamiento político y periodístico de todo aquel que, como La Jornada, no sirva al poder o lo critique.
Por consiguiente, es un nuevo ataque contra los derechos democráticos y las tradiciones en nuestro país, un ataque contra todas las fuerzas sociales, pues las mismas podrán en lo sucesivo ser acusadas de cualquier crimen por la prensa, en nombre de la libertad de expresión, sin pruebas de ningún tipo, aunque en todo el mundo esté claro que las diferencias de opinión y las críticas no deben tener traba alguna, pero las acusaciones concretas sobre la comisión de delitos deben ser probadas o, en el caso de que no lo fuesen, castigadas.
El responsable de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, recomendaba calumniar sin cesar porque de la calumnia siempre algo queda. El fallo de la SCJN deja vía libre a esa tradición goebbeliana y no por casualidad, ya que el mundo que quería Hitler es el mismo que prepara hoy, con sus políticas, el bloque que está detrás de Letras Libres, y La Jornada es un obstáculo duro para ese retorno al pasado.
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