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Gerardo Fernández Casanova
“Que el fraude electoral jamás se olvide.
Ni tampoco los miles de muertos inocentes”
Dentro de las fronteras del absurdo, el invasor de la residencia presidencial convoca a la unidad nacional. Es un despropósito que, quien más ha contribuido al rompimiento del entramado social, pretenda restituirlo por la vía discursiva y lo condicione a que la unidad se dé en torno de su ilegítima posición. Felipe Calderón reclama la unidad para, supuestamente, combatir a la criminalidad y la violencia imperantes, en mucho provocada por su nefasta administración, sea por error de diseño o por aviesa intencionalidad. La unidad así planteada implicaría que la sociedad aceptara sin chistar la militarización del país, la cancelación de los derechos humanos y la resignación a sufrir en la zozobra del monopolio oficial de la violencia. No es por ahí.
Hasta en la más elemental de las sociedades la unidad se da en torno a la aceptación común de las reglas del juego y su correspondiente observancia por los participantes. Las constituciones y las instituciones son los instrumentos que permiten el acuerdo entre las partes para dirimir las diferencias y los conflictos de intereses. La actual debacle mexicana es producto natural del abandono y la violación de la norma básica, expresada en la prostitución de las instituciones colocadas al servicio de una minoría privilegiada y en perjuicio de los intereses de la mayoría.
El punto nodal que permite la coexistencia y la unidad en lo fundamental se ubica en el ejercicio de la democracia, de la que su vertiente electoral constituye el valor más preciado e importante. El México de la última década del pasado siglo había alcanzado un grado razonable de acuerdo entre las partes en materia de elecciones, después de años de luchas ciudadanas encaminadas a dar certeza y equidad a los procesos. Las elecciones de 1997 y 2000 fueron clara expresión de tal calidad institucional, aún muy lejos del ideal, pero con suficiencia para la aceptación de los resultados por las partes. La estulticia hecha gobierno llevó a Fox a romper el delicado acuerdo alcanzado; su enferma terquedad para eliminar de la contienda a López Obrador, que se vio frustrada por la movilización ciudadana, y la venganza orquestada mediante el fraude electoral que impuso a Calderón, acabaron de enterrar los esfuerzos de muchos años de construcción democrática. No haber aceptado el recuento de los votos, como era el reclamo de un importante sector de la sociedad, significó la puntilla del artero crimen contra la democracia. Es a partir de ello que el país quedó fracturado; más allá de la campaña sucia y de la indebida intervención de gobernantes y organismos empresariales, incluso de las carretonadas de dinero volcadas a favor del candidato oficial, las trampas cibernética y tradicional, determinaron el apretado resultado con el que se violó la voluntad y la soberanía popular.
Ya entrados en gastos de violaciones, el régimen ha sido más que explícito: como no cuenta con el respaldo social para reformar la Constitución, promueve legislación secundaria que la viola en los hechos; así sucedió en materia energética y de pensiones, así se pretende hacer en materia laboral y de seguridad. ¿Cómo puede pedirse unidad nacional en tales condiciones?
La reconstrucción del país requiere de la regeneración del acuerdo fundamental, incluso mediante una nueva Constitución. La única forma de unidad a que podemos aspirar es la que derive en la aceptación común de las reglas del juego. El Nuevo Proyecto de Nación propuesto por el MORENA postula el respeto a la decisión soberana de la mayoría popular, sin demérito a la participación de los grupos minoritarios. Respetémonos, pues.
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