Distrito Federal– El diputado federal norteamericano Michael McCaul logró averiguar, en menos de 48 horas, cómo se produjo el ataque en que fue asesinado, el martes 15, cerca de san Luis Potosí, el agente de inmigración y aduanas Jaime Zapata, comisionado en México. Es probable que el congresista haya tenido acceso personal a Víctor Ávila, el compañero de Zapata herido en el mismo ataque, o a sus declaraciones, rendidas tan pronto llegó al hospital de un punto no identificado en Estados Unidos. De ese modo, el representante McCaul pudo hacer el jueves una descripción de cómo fueron agredidos los miembros del ICE (Inmigration and Customs Enforcement).
En cambio, las autoridades mexicanas están en babia, ignorantes de cómo ocurrió el trágico suceso. La Procuraduría General de la República atrajo la averiguación para alivio de la potosina. Pero una y otra carecen de elementos para investigar y se limitan a atender a los agentes del FBI, la DEA y el propio ICE que llegaron ya a la capital potosina a hacerse cargo del caso. Ávila, el agente herido, no declaró ante la autoridad mexicana y fue trasladado de inmediato a su país, por razones de seguridad, en una lamentable e infortunadamente fundada señal de desconfianza en las capacidades técnicas y las actitudes éticas de las autoridades mexicanas que deberían resolver este nuevo episodio de la interminable matazón.
La secretaria de Seguridad Interior Janet Napolitano tomó de inmediato la dirección política de la indagación y anunció el envío de agentes norteamericanos a una comarca donde crece la criminalidad al punto de que desde Washington se alerta a sus nacionales a no viajar a la zona a menos que sea estrictamente necesario. Con mala conciencia, el secretario de Gobernación Francisco Blake no sólo acusó recibo sino hasta agradeció a la ex gobernadora de Arizona lo que él llamó ayuda y colaboración y que en realidad y en términos llanos es una suplantación de funciones.
Desde hace años crece más allá de la frontera la desazón y aun el enojo por la incapacidad mexicana de vencer al crimen organizado y garantizar a la población la seguridad a que tiene derecho. Con mayor razón inquieta a los funcionarios norteamericanos la muerte, en esa ola delincuencial, de ciudadanos de su país. Sólo en el último año han sido privados de la vida con violencia doce personas (sin incluir a Zapata). El caso más reciente fue el de dos adolescente texanos, asesinados en Ciudad Juárez con un amigo suyo mexicano, alumno del Tecnológico de Monterrey en esa frontera.
Varios funcionarios de alto nivel se acercaron en las semanas recientes a ese problema no con un enfoque analítico sino político, y no solidario sino amenazante.
El subsecretario del Pentágono, Joseph Westphal dijo que sería preciso sellar la frontera con México y hasta calcular la conveniencia de entrar en territorio mexicano para ordenar las cosas. En una audiencia ante el Congreso la secretaria Napolitano alertó contra la posibilidad de que se unieran los zetas mexicanos y al-Qaida, la organización terrorista que cometió los atentados del once de septiembre de 2001. La funcionaria no esbozó esta posibilidad como una hipótesis. Sugirió que algo ocurre en tal sentido y el gobierno de su país lo sabe. Pero ella, dijo a los senadores, no puede abundar en el tema. Como punto final antes de que los amagos se convirtieran en presencia de investigadores en México bajo la conducción política del gabinete de Washington, el director nacional de Inteligencia anunció que México está ya colocado en la categoría uno de la escala de peligrosidad para la seguridad nacional de su país.
El gobierno mexicano reaccionó débilmente ante aquellas aireaciones y con plena apertura a la decisión de desplazarlo en la investigación del ataque a Zapata y Arias.
Lo más que hizo el presidente Calderón, el día de la Fuerza Aérea, diez de febrero, fue un discurso (críptico o infantil) en que por contraste censuró el intervencionismo norteamericano al decir que nuestras fuerzas armadas no invaden a otros países ni los despojan de sus bienes. No hubo, en los hechos concretos en que hubiera debido haberla, una reclamación por las acciones que sustrajeron del ámbito ministerial mexicano el único testigo de una agresión grave ocurrida en nuestro suelo.
En cambio, Calderón no cesa de incrementar la virulencia de su posición respecto de su colega francés Nicolás Sarkozy y su decisión de mezclar un importante programa cultural entre las dos naciones con el deplorable caso de Florence Cassez, que pudo haberse tratado con arbitrios puramente diplomáticos y jurídicos y se convirtió en una danza de improperios y malos entendidos entre gobiernos, con grave afectación a las relaciones francomexicanas.
La retórica de Calderón llegó a un punto muy alto el viernes, en que avivó el nacionalismo machista antifrancés. Aseguró en una entrevista televisiva que “México no se va a dejar” y que “no se someterá” ante Francia, como si acceder al traslado de una prisionera fuera un acto de subordinación frente a una demostración de fuerza de una potencia imperial contra “un país en desarrollo, un país con carencias” como para este efecto caracterizó a México.
(La retórica del machismo nacionalista se ha desplegado con amplitud en forma de juicios severísimos contra el presidente francés, que es sólo una de las partes del torpe malentendido que ha generado la peor crisis en la relación entre los dos países. El severo tratamiento a Sarkozy me ha recordado un viejo chiste, de la época de la guerra fría, en que un ciudadano norteamericano y uno soviético comparan las libertades de sus patrias. “Yo puedo ir a Washington, plantarme ante la Casa Blanca y gritar lo que pienso del presidente Truman”, adujo el primero. A lo que el segundo respondió: “Yo también puedo acercarme al Kremlin y proclamar lo que pienso sobre el presidente Truman”)
La posición mexicana frente a París y Washington es diferente por una multitud de razones obvias.
Hay mayor margen para la palabrería insulsa ante Francia que ante los Estados Unidos, debido a nuestra asimétrica relación vecinal. Acciones mexicanas como la lucha contra el narcotráfico están en amplia medida adoptadas y reguladas en función de intereses norteamericanos.
Aunque los montos financieros involucrados en la Iniciativa Mérida son menores comparados con los que Washington aplicó en Colombia, ese pacto implica que el sentido y el alcance del combate mexicano contra la delincuencia organizada se determina si no unilateralmente más allá de la frontera, sí en decisiones compartidas, que entrañan una división del trabajo en que México pone los muertos, porque en Estados Unidos no se contiene al crimen organizado a balazos ni se hace entrar en esa lid al ejército.
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