Las autoridades someten a arresto domiciliario a El Baradei, Nobel de la Paz
Suman 27 muertos durante las protestas; denuncian agresiones a periodistas
Violencia de manifestantes no dará lugar a las reformas que buscan: Obama
Mohamed El Baradei, Nobel de la Paz 2005, no escapó a los
“!>cañonazos”!>de agua
Manifestantes se enfrentan a un soldado antimotines en la plaza Tahrir de El Cairo!>Foto Ap
Paramédicos atienden a un hombre que fue golpeado por policías antimotines en El Cairo!>Foto Ap
Robert Fisk
The Independent
Periódico La Jornada
Sábado 29 de enero de 2011, p. 20
Sábado 29 de enero de 2011, p. 20
El Cairo, 28 de enero. Podría ser el fin. Sin duda es el principio del fin.
Por todo Egipto, decenas de miles de árabes arrostraron este viernes gas lacrimógeno, cañones de agua, granadas aturdidoras e incendios en demanda de la remoción de Hosni Mubarak, luego de 30 años de dictadura.Y mientras El Cairo quedaba empapado bajo nubes de gas lacrimógeno de docenas de latas disparadas por la policía antimotines hacia las tupidas multitudes, parecía que el régimen se acercaba a su fin. Ninguno de quienes estuvimos este viernes en las calles de El Cairo sabía siquiera dónde estaba Mubarak. Y no encontré a nadie a quien le importara.
Esos cientos de miles eran valientes, y en su mayoría pacíficos, pero la escandalosa conducta de los battagi sin uniforme de Mubarak –la palabra significa literalmente
“!>matón”!>en árabe–, que aporreaban y atacaban a los manifestantes mientras la policía observaba sin intervenir, fue una vergüenza. Esos hombres, muchos de ellos ex policías drogadictos, formaron la noche del viernes la línea frontal del Estado egipcio: los verdaderos representantes de Hosni Mubarak, mientras los policías uniformados bañaban de gas a las multitudes.
Hubo un momento en que el humo del gas flotó hacia la ribera opuesta del Nilo, mientras policías y manifestantes chocaban en los puentes. Fue increíble ver un pueblo en pie de lucha, que ya no está dispuesto a que la violencia, la brutalidad y la prisión sean su destino en la mayor de las naciones árabes. La policía misma parecía cuartearse. “¿Qué podemos hacer? –preguntó uno de los uniformados antimotines–. Tenemos órdenes. ¿Creen que queremos hacer esto? Este país va cuesta abajo.” El gobierno impuso el toque de queda la noche del viernes, mientras los manifestantes se hincaban a orar frente a la policía.
¿Cómo describir un día que podría llegar a ser una página gigantesca en la historia de Egipto? Tal vez los reporteros deberían abandonar sus análisis y limitarse a relatar lo que ocurrió de la mañana a la noche en una de las ciudades más antiguas del mundo. He aquí, pues, el relato tomado de mis notas, garrapateadas entre un pueblo desafiante de cara a miles de esbirros en ropa de calle y policías uniformados.
Comenzó en la mezquita de Istikama, en la Plaza de Giza: una sombría avenida de desolados conjuntos de departamentos y una fila de policías antimotines que llegaba hasta el Nilo. Todos sabíamos que Mohamed El-Baradei llegaría para la oración del mediodía y, en un principio, parecía no haber mucha gente reunida. Los policías fumaban. Si era el principio del fin del régimen de Mubarak, era un arranque muy poco impresionante.
Pero entonces, no bien se murmuraron las últimas plegarias, los fieles que estaban encaramados arriba de la avenida se lanzaron sobre la policía. “¡Mubarak, Mubarak! –gritaban–, Arabia Saudita te espera.” Fue entonces cuando el cañón de agua se volvió hacia ellos; la policía tenía toda la intención de combatirlos, aunque no se había lanzado una sola piedra. El agua se estrelló contra la multitud y luego las mangueras apuntaron directamente a El-Baradei, quien retrocedió, empapado. Después quedó bajo arresto domiciliario.
Había regresado de Viena unas horas antes. Pocos egipcios creen que él vaya a gobernar el país –él afirma querer ser un negociador–, pero fue un acto vergonzoso: el político más venerado en Egipto, premio Nobel de la Paz y hace un tiempo inspector en jefe de la ONU, estaba empapado como un vándalo callejero. Eso es lo que Mubarak piensa de él, supongo: apenas un alborotador más con una
“!>agenda oculta”!>: tal es el lenguaje que el gobierno egipcio usa en estos días.
Y luego el gas lacrimógeno llovió sobre la multitud. Para entonces ya serían tal vez unos miles, pero algo notable ocurrió mientras yo caminaba al lado. De conjuntos de departamentos y sórdidos callejones; de las calles vecinas, cientos y luego miles de egipcios salieron en tropel a la avenida que conduce a la plaza Tahrir. Ésa era precisamente la táctica que la policía buscaba evitar. Tener a los detractores de Mubarak en pleno centro de El Cairo sugeriría que su régimen había de hecho terminado. El gobierno ya había cortado la Internet –cercenando a Egipto del resto del planeta– y ahogado todas las señales de telefonía móvil. De nada sirvió.
“!>Queremos que caiga el regimen”!>, coreaban las multitudes. Tal vez no era el grito revolucionario más memorable, pero lo lanzaban una y otra vez hasta acallar el estallido de las granadas de gas. De todo El Cairo se abalanzaban hacia el centro: jóvenes de clase media de Gazira, los pobres de las ciudades perdidas de Beaulak al-Daqrour, marchando en tupida columna por los puentes del Nilo como un ejército… que es lo que creo que eran.
Las granadas de gas seguían estallando sobre ellos. Tosían y se agachaban por las náuseas, pero seguían avanzando. Muchos se tapaban la boca con la ropa o hacían cola en una tienda donde el dueño les exprimía limones en la boca. El jugo de limón –antídoto contra el gas lacrimógeno– salpicaba del pavimento a las atarjeas.
Hablo de El Cairo, desde luego, pero las protestas ocurrían en todo Egipto, no pocas en Suez, donde por lo menos seis egipcios han perecido hasta ahora en los disturbios. Las manifestaciones no empezaron sólo en las mezquitas, sino también en las iglesias coptas. “Soy cristiano, pero primero soy egipcio –me dijo un hombre llamado Mina–. Quiero que Mubarak se vaya.” Y fue entonces cuando llegaron los primeros bataggi, abriéndose paso a empujones hacia el frente de las filas policiales para atacar a los manifestantes. Llevaban barras de metal, cachiporras de la policía –¿salidos de dónde?– y palos afilados; podrían ser acusados de crímenes graves si el régimen de Mubarak cae. Golpeaban con saña. Un hombre azotó a un joven en la espalda con un largo cable amarillo. La víctima aullaba de dolor. En toda la ciudad, los policías cerraron filas; eran legiones, con el sol resplandeciendo en los visores. Se suponía que la multitud debería temerles, pero el aspecto de los uniformados era grotesco, como de pájaros encapuchados. Luego los manifestantes llegaron a la margen oriental del Nilo.
Unos cuantos turistas quedaron atrapados en el espectáculo –vi tres damas de mediana edad en uno de los puentes (desde luego, los hoteles de El Cairo no informaron a los huéspedes de lo que ocurría)–, pero la policía decidió sostenerse en el lado oriental del paso elevado. Volvieron a abrir filas y lanzaron a los matones a tundir a los manifestantes que iban a la descubierta. Fue el momento en que el gaseo llegó al máximo: cientos y cientos de latas llovían sobre las multitudes que marchan desde todos los rincones de la urbe. Nos picaba los ojos y nos hacía toser hasta perder el aliento. Los hombres vomitaban frente a las cortinas cerradas de las tiendas.
Por la noche parecieron desatarse incendios cerca de la sede del Partido Nacional Democrático egipcio, el que avala todas las acciones de Mubarak. Se impuso el toque de queda y se produjeron los primeros reportes de la presencia de tropas en la ciudad, signo ominoso de que la policía había perdido el control. Nos refugiamos en el viejo Café Riche, frente a la plaza Talaat Harb, minúsculo restaurante bar de meseros ataviados con túnicas azules. Y allí, frente a nosotros, sorbiendo su café, estaba el gran escritor egipcio Ibrahim Abdel Meguid. Fue como encontrar a Tolstoi almorzando en plena revolución rusa. “¡No ha habido reacción de Mubarak! –exclamó exaltado–. ¡Como si nada hubiera pasado! ¡Pero el pueblo lo logrará!” Los invitados tosían por el gas. Fue una de esas escenas memorables que ocurren en las películas, no en la vida real.
Y un anciano yacía sobre el pavimento, con una mano sobre los ojos, que le ardían: el coronel Weaam Salim, del ejército egipcio, luciendo sus medallas de la guerra de 1967 con Israel –que Egipto perdió– y de la de 1973, que el coronel creía que Egipto había ganado. “Voy a salir de las filas de los soldados veteranos –me dijo–y me uniré a los manifestantes.” ¿Y el ejército? En todo el día no supimos de él. Los coroneles, brigadieres y generales permanecieron en silencio. ¿Esperaban que Mubarak impusiera la ley marcial?
Las multitudes se negaron a acatar el toque de queda. En Suez incendiaron camiones. Fuera de mi hotel trataron de arrojar otro camión al Nilo. No pude regresar al oeste de El Cairo cruzando los puentes; las granadas seguían estallando sobre las riberas. Pero a la larga un policía se apiadó de nosotros –cualidad que, tengo que decirlo, no se evidenció mucho a lo largo del viernes– y nos condujo hasta la orilla. Y allí había un viejo bote de motor, de los que sirven al turismo, con flores de plástico y un propietario dispuesto. Así pues, regresamos con estilo, sorbiendo Pepsi. Y entonces pasó a nuestro lado una lancha rápida amarilla, desde la cual dos hombres hacían la señal de la victoria a los manifestantes de los puentes, mientras una joven parada en la popa ondeaba un gigantesco estandarte. Era la bandera egipcia.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Hablo de El Cairo, desde luego, pero las protestas ocurrían en todo Egipto, no pocas en Suez, donde por lo menos seis egipcios han perecido hasta ahora en los disturbios. Las manifestaciones no empezaron sólo en las mezquitas, sino también en las iglesias coptas. “Soy cristiano, pero primero soy egipcio –me dijo un hombre llamado Mina–. Quiero que Mubarak se vaya.” Y fue entonces cuando llegaron los primeros bataggi, abriéndose paso a empujones hacia el frente de las filas policiales para atacar a los manifestantes. Llevaban barras de metal, cachiporras de la policía –¿salidos de dónde?– y palos afilados; podrían ser acusados de crímenes graves si el régimen de Mubarak cae. Golpeaban con saña. Un hombre azotó a un joven en la espalda con un largo cable amarillo. La víctima aullaba de dolor. En toda la ciudad, los policías cerraron filas; eran legiones, con el sol resplandeciendo en los visores. Se suponía que la multitud debería temerles, pero el aspecto de los uniformados era grotesco, como de pájaros encapuchados. Luego los manifestantes llegaron a la margen oriental del Nilo.
Unos cuantos turistas quedaron atrapados en el espectáculo –vi tres damas de mediana edad en uno de los puentes (desde luego, los hoteles de El Cairo no informaron a los huéspedes de lo que ocurría)–, pero la policía decidió sostenerse en el lado oriental del paso elevado. Volvieron a abrir filas y lanzaron a los matones a tundir a los manifestantes que iban a la descubierta. Fue el momento en que el gaseo llegó al máximo: cientos y cientos de latas llovían sobre las multitudes que marchan desde todos los rincones de la urbe. Nos picaba los ojos y nos hacía toser hasta perder el aliento. Los hombres vomitaban frente a las cortinas cerradas de las tiendas.
Por la noche parecieron desatarse incendios cerca de la sede del Partido Nacional Democrático egipcio, el que avala todas las acciones de Mubarak. Se impuso el toque de queda y se produjeron los primeros reportes de la presencia de tropas en la ciudad, signo ominoso de que la policía había perdido el control. Nos refugiamos en el viejo Café Riche, frente a la plaza Talaat Harb, minúsculo restaurante bar de meseros ataviados con túnicas azules. Y allí, frente a nosotros, sorbiendo su café, estaba el gran escritor egipcio Ibrahim Abdel Meguid. Fue como encontrar a Tolstoi almorzando en plena revolución rusa. “¡No ha habido reacción de Mubarak! –exclamó exaltado–. ¡Como si nada hubiera pasado! ¡Pero el pueblo lo logrará!” Los invitados tosían por el gas. Fue una de esas escenas memorables que ocurren en las películas, no en la vida real.
Y un anciano yacía sobre el pavimento, con una mano sobre los ojos, que le ardían: el coronel Weaam Salim, del ejército egipcio, luciendo sus medallas de la guerra de 1967 con Israel –que Egipto perdió– y de la de 1973, que el coronel creía que Egipto había ganado. “Voy a salir de las filas de los soldados veteranos –me dijo–y me uniré a los manifestantes.” ¿Y el ejército? En todo el día no supimos de él. Los coroneles, brigadieres y generales permanecieron en silencio. ¿Esperaban que Mubarak impusiera la ley marcial?
Las multitudes se negaron a acatar el toque de queda. En Suez incendiaron camiones. Fuera de mi hotel trataron de arrojar otro camión al Nilo. No pude regresar al oeste de El Cairo cruzando los puentes; las granadas seguían estallando sobre las riberas. Pero a la larga un policía se apiadó de nosotros –cualidad que, tengo que decirlo, no se evidenció mucho a lo largo del viernes– y nos condujo hasta la orilla. Y allí había un viejo bote de motor, de los que sirven al turismo, con flores de plástico y un propietario dispuesto. Así pues, regresamos con estilo, sorbiendo Pepsi. Y entonces pasó a nuestro lado una lancha rápida amarilla, desde la cual dos hombres hacían la señal de la victoria a los manifestantes de los puentes, mientras una joven parada en la popa ondeaba un gigantesco estandarte. Era la bandera egipcia.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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