lunes, 20 de diciembre de 2010

Simulación y peligro - EDITORIAL - La Jornada


El sábado pasado se decidió un incremento de 4.1 por ciento a los salarios mínimos, los cuales, a partir de enero de 2011, pasarán de 56.46 pesos a 59.80 en la zona geográfica A (2.34 pesos más que este año), de 55.84 a 58.10 pesos en la B (2.26 pesos de aumento) y de 54.47 a 56.75 en la C (incremento de 2.28 pesos). La medida debe cotejarse necesariamente con el índice inflacionario del año, el cual oscila, de acuerdo con las previsiones dadas a conocer a principios de este mes por el Banco de México, entre 4.75 y 5.25. Algunos analistas del sector privado sitúan el indicador entre 4.38 y 4.40 por ciento, pero la percepción generalizada es que el aumento de precios a lo largo de 2010 ha sido mucho mayor. En todo caso, las tarifas de gasolina, gas y electricidad, así como los productos de la canasta básica han experimentado incrementos sostenidos que obligan a cuestionar tasas inflacionarias tan moderadas como las referidas.

El país hace frente, pues, a un nuevo ataque al poder adquisitivo del salario, el cual no ha dejado de debilitarse a lo largo de la primera década de este siglo: un retroceso superior a 50 por ciento. Por lo que hace a los salarios mínimos, éstos han perdido 60 por ciento de su poder adquisitivo en lo que va de la presente administración.

Las autoridades laborales han tratado de minimizar esta circunstancia afirmando que el salario mínimo es sólo un referente y que es minúsculo el porcentaje de ciudadanos con una percepción tan baja; ese alegato ha sido desmentido por diversas voces del ámbito académico y político. Según un reciente estudio de la Facultad de Economía de la UNAM, sólo en el sector rural hay cerca de 8.5 millones de personas que sobreviven con un salario mínimo.

Pero, aun dando por buenas las cifras oficiales, si se coteja el aumento de 4.1 por ciento decidido hace un par de días con el precepto constitucional (los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos), debe aceptarse que la Comisión Nacional de Salarios Mínimos viene realizando, desde hace varios años, ejercicios anuales de simulación, contrarios al espíritu y a la letra de la Carta Magna.

Más allá de la manifiesta inconstitucionalidad de la medida comentada, la persistente ofensiva contra las percepciones de los trabajadores no es buena para nadie. No lo es, desde luego, para los asalariados, pero tampoco para los propios empresarios: es pertinente recordar que hace unos días el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado señaló la necesidad de adoptar alzas salariales significativas a fin de fortalecer el mercado interno e impulsar, de esa manera, las perspectivas de reactivación de la economía. Por lo que hace al gobierno, la estrategia de contención salarial y de sacrificio de los trabajadores debilita al sector formal, incuba y profundiza los descontentos sociales, alienta la ilegalidad, la delincuencia y propicia, de esa manera, una agudización de la ingobernabilidad que ya se padece en diversas regiones del país.

No debe omitirse, por otra parte, que si el grupo político-empresarial que detenta el poder ha conseguido mantener durante tanto tiempo la agresión a las percepciones de los trabajadores, ello ha sido posible por la carencia de una estructura sindical sólida y congruente, capaz de defender los salarios. En otros países, en los que existen centrales laborales comprometidas con sus agremiados, serían elevadísimos los costos de una política antisalarial como la que padecemos aquí en nuestro país, en cambio, algo oficialmente denominado sector obrero justifica y convalida las determinaciones de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos.

Ciertamente, pues, el charrismo y el sometimiento de las agrupaciones sindicales oficialistas permiten minimizar los costos políticos de las agresiones contra el salario, pero éstas se realizan a cargo de elevar en forma catastrófica el costo social, que se traduce en miseria, marginación, informalidad, violencia y criminalidad.

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