Distrito Federal— Veinticuatro horas después de reaparecer en público, tras 220 días de secuestro, Diego Fernández de Cevallos pidió a los medios que no se ocupen más de su suerte. Es una solicitud imposible de satisfacer. De aceptar su postura, nos asemejaríamos a la Procuraduría general de la república que omitió, y aun omite cumplir sus deberes en atención al reclamo de un particular. La prensa dejaría de ejercer sus responsabilidades si diera por concluida esta privación ilegal de la libertad, pues por la personalidad del agraviado el delito cometido en su contra nos concierne a todos, pues la generalidad de los ciudadanos esta expuesta a sufrir secuestros. Y si no se investiga este en particular, tan conspicuo, se avanzará poco en la contención de esa práctica delictiva. La investigación, a su vez, sólo será posible si hay una atención y una presión pública que compela a las autoridades a realizarla.
Aunque Fernández de Cevallos, tras decir que como hombre de fe perdonó ya a su captores, como ciudadano considera que la autoridad tiene una tarea que realizar, no ha actuado como le corresponde para que esa labor se cumpla. No acudió al ministerio público a denunciar el hecho de que fue víctima. Ni siquiera solicitó servicio a domicilio como le fue prestado cuando en la trama que conduciría al desafuero de Andrés Manuel López Obrador logró que un representante de la PGR recibiera en un salón del hotel Presidente Intercontinental la ratificación de la denuncia o presentada por Carlos Ahumada contra autoridades capitalinas por presunta extorsión.
Se dirá que las condiciones físicas de Diego lo excusan de acudir al ministerio público, y aun de recibir a un agente suyo en sus oficinas o en su domicilio. Pero, hasta donde se sabe, la Procuraduría sigue inactiva en el asunto.
Anunció, inmediatamente después de atraer el secuestro a la esfera federal, que se abstendría de actuar, a pedido de la familia. Es de entenderse que al reaparecer la víctima la PGR mudara su actitud. Pero el caso sigue sin merecer su atención. Al anochecer del martes, cuarenta horas después de llegado Diego a su casa, el ministerio público federal ha guardado silencio.
La reaparición no ha sido hecha constar ya no digamos en una actuación ministerial sino ni siquiera en un comunicado de prensa, como los dos que el lunes mismo emitió la Presidencia de la república. En uno se relata que Calderón telefoneó a Diego y en el otro se anuncia la aplazadaza indagación.
Ante la falta de información oficial sobre la llegada de Fernández de Cevallos al seno familiar, abundan las conjeturas. Como ocurrió en los días inmediatamente posteriores al 14 de mayo, un sector de la población manifiesta su escepticismo sobre el hecho mismo.
Es una actitud insana dudar de todo, y suponer que todo puede ser reducido a un montaje mediático. Pero explica esa actitud de un cierto ánimo social (el del segmento incrédulo de la sociedad) el peso de la experiencia. Quienes sistemáticamente rehúsan avenirse a las versiones formales de los hechos, lo hacen para no caer inocentemente en celadas que creen que se les han tendido más de una vez.
Fernández de Cevallos contribuye a ese escepticismo regateando información precisa sobre su regreso. Es muy probable que al dejársele libre se condicionara mediante algún amago su presencia ante los medios y a ello obedezcan su parquedad y aun sus contradicciones.
Algunas de ellas, sobre la hora, el día y el lugar en que fue liberado dan lugar a una observación detallada de su aspecto, que a su vez suscita presuntos dictámenes sobre su peso, el disparejo crecimiento de su capilosidad (como si no fuera posible que se le recortara el pelo pero no la barba), el brillo de sus ojos, como indicadores de una verdad que debería abrirse paso por sí misma, si dicho sector incrédulo no hubiera transitado, en amplia medida, de una opinión ingenua que todo los admite a una desconfiada que todo lo cuestiona.
Sometido a muchas entrevistas –que seguramente no guardan parecido con los hostigantes interrogatorios a que probablemente se le sujetó durante su cautiverio—, en algunas de ellas El Jefe muestra un talante más suave, menos altanero del que lo ha identificado por décadas.
Pide que sus captores sean perseguidos en el marco de la ley, sin abusos, sin atropellos, ni flagelamientos (¿?), y que la actividad gubernamental en torno a su caso sea semejante a la que desarrolle a causa de otras desapariciones forzadas y otros delitos.
Ha deplorado el asesinato de la señora Marisela Escobedo.
Si su cautiverio lo transformó radicalmente, como no ha sido infrecuente que ocurra, esperaríamos no la conversión de El Jefe en un apóstol de los derechos humanos pero si el que ponga sus influencias y sus relaciones al servicio de causas humanitarias para que víctimas de la privación ilegal de la libertad en sus varias modalidades, y sus familiares no padezcan los estragos que él mismo y los suyos han sufrido.
Independientemente de la credibilidad de Fernández de Cevallos, contamos con una pieza importante para el análisis de su situación, que son las cinco cuartillas del Boletín epílogo con que los ex misteriosos desaparecedores dieron cuenta de la liberación del ex candidato presidencial. Su contenido cuadra con la percepción que el propio Diego se formó sobre la naturaleza de su infortunio ya concluido.
Se trata de un secuestro al mismo tiempo destinado a obtener recursos en abundancia que a formular una denuncia, un enjuiciamiento y un programa de acción.
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