Distrito Federal– Al mes de haber asumido la Secretaría de Estado, la ex senadora Hillay Clinton viajó a México. Al llegar el 25 de marzo de 2009 anunció que en breve se establecería una oficina “de implementación bilateral” en México que “trabajará para combatir al narcotráfico y la violencia que trata de diseminar”.
El anuncio era preocupante. El 27 de marzo apareció en este mismo lugar una Plaza Pública titulada escuetamente “La oficina bilateral”. Señalé entonces la necesidad de que el gobierno mexicano formulara “una precisión respecto del carácter de esta oficina que, por la naturaleza bilateral a que se refirió la secretaria Clinton, debió ser anunciada en una comunicación conjunta de los gobiernos involucrados”.
Hice notar la “contradicción de origen” consistente en que “de modo unilateral se haga saber de un mecanismo que convoca a dos partes, sin que el gobierno de México complete la información o al menos reaccione ante la afirmación de la canciller norteamericana”.
Dije que del anuncio de la Secretaria de Estado “puede inferirse que se tratará de un espacio ejecutivo, en que autoridades norteamericanas ejercerán alguna competencia en nuestro país. Si de eso se trata, hay que descalificar esa medida, tenerla como inadmisible.
Que el gobierno de México acepte esa suerte de cogobierno implicaría que es verdadera su insuficiencia…” Igualmente señalé que “las bases legales para una oficina de la naturaleza indicada, el estatuto del personal norteamericano que en ella sirva, sus alcances y límites, el carácter de sus funciones, todo eso debe estar claro antes de que se cumpla el aviso…”.
Nada de eso se hizo, en público por lo menos, y sin embargo ya está funcionando la Oficina Binacional de Inteligencia (OBI). Como el anuncio inicial de hace casi veinte meses, la Oficina es sólo unilateral.
Su nombre es una cobertura engañosa. Nada tiene de binacional.
Se trata del cuartel general de agencias norteamericanas y no hay en ella espacio alguno para la actuación combinada, conjunta, con autoridades mexicanas.
Lo más que puede observarse es la emisión de informes y directrices norteamericanos a corporaciones de seguridad mexicanas (policiales o militares) que al seguirlas han logrado capturar o privar de la vida a importantes jefes del narcotráfico.
En la OBI trabajan representantes de nueve agencias y oficinas de espionaje o inteligencia, con una cobertura que va más allá del combate al narcotráfico, con lo que se exceden los escuetos límites trazados por la secretaria Clinton al anunciar esa medida de política norteamericana.
Están presentes miembros de la agencia de inteligencia militar (DIA), la oficina nacional de reconocimiento (NRO y la agencia nacional de seguridad (NSA), dependientes del Departamento de la Defensa, el Pentágono.
Asimismo hay delegados de la agencia federal antinarcóticos (DEA), la oficina federal de Investigación (FBI) y la oficina de alcohol, tabaco, armas de fuego y explosivos (ATF), que responden al Departamento de Justicia.
Del de Seguridad Interior dependen la inteligencia de la guardia costera (CGI) y la oficina de cumplimiento aduanal y migratorio (ICE). Y, del Departamento del Tesoro, la oficina de inteligencia sobre terrorismo y asuntos financieros (TFI).
La información sobre la OBI aparece en el número del semanario Proceso que está en circulación, y resulta de una investigación realizada por Jorge Carrasco A. y J. Jesús Esquivel.
Con esa oficina, ubicada en pleno Paseo de la Reforma, no lejos de la columna de la Independencia, el gobierno de Washington ha conseguido, según los autores del reportaje, que sus centros de investigación “operen desde el Distrito Federal sin necesidad de encubrir a sus agentes como diplomáticos”.
A pesar de que se pretendía cubrir con una capa de discreción, de mucho tiempo atrás era claro que agentes de la FBI y de la DEA han actuado en nuestro país, no sólo en apoyo de autoridades mexicanas y con su anuencia, sino por su cuenta y riesgo.
De hecho, la crisis del aparato de seguridad nacional en México se precipitó a causa del asesinato de Enrique Camarena, agente de la DEA que seguía los pasos del entonces principal jefe del tráfico de mariguana, Rafael Caro Quintero. La indagación de Camarena condujo en noviembre de 1984 al decomiso del más grande cultivo de la yerba, el que se efectuaba en el rancho El búfalo, en Chihuahua, con pleno contubernio del delincuente y autoridades locales y el Ejército.
Camarena pagó con su vida esa acción: fue secuestrado junto con el piloto Alfredo Zavala que lo había acompañado en sus tareas de detección de plantíos, y cruelmente asesinado.
Caro Quintero escapó de Guadalajara con su escolta, protegidos con credenciales de la Dirección Federal de Seguridad, encabezada por José Antonio Zorrilla.
Cuando fue imposible ocultar esa complicidad, Zorrilla fue despedido y poco más tarde la dirección a su cargo desmantelada.
Camarena trabajaba sobre hechos consumados, sin que nunca se reconociera el largo alcance de su labor hasta que su infortunio lo dejó en claro.
Pero ahora será distinto: las agencias de espionaje e inteligencia cuentan con autorización gubernamental mexicana, de hecho al menos, pues no se conoce un protocolo para su actuación. A la misma línea obedece el papel del embajador Carlos Pascual como supervisor de medidas contra la violencia criminal, que no se limita a Ciudad Juárez.
Se trata, claramente, de presencia del gobierno de Washington ejerciendo funciones que el de México no puede realizar.
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