Distrito Federal– La discusión del Presupuesto de Egresos de la Federación en la Cámara de Diputados es juego de artificio. Como corresponde a un régimen presidencialista, el plan de gasto preparado por el Ejecutivo regirá las erogaciones federales. El 98 por ciento del proyecto presentado el 8 de septiembre, conforme a la ley, quedó intacto. Si algún rumbo tiene el presupuesto, lo fijó el Presidente de la República: de los tres billones cuatrocientos treinta y nueve mil millones de pesos propuestos y acordados, los diputados sólo reasignaron menos de cien mil millones de pesos. A esa cantidad, enorme en sí misma, pero mínima comparada con el total, se aplicó la discusión pública, tanto en comisiones como en el pleno.
Antes era peor. Hasta el fin del régimen priísta, los legisladores discutían mociones para agrandar, achicar, modificar en general partidas del presupuesto. Pero el documento elaborado en la Secretaría de Hacienda –y en un breve lapso en la ya desaparecida secretaría de Programación y Presupuesto– transitaba prácticamente sin cambios hasta su promulgación por el propio Ejecutivo que lo había enviado.
El debate, ahora, no toca los ejes fundamentales de la política de gasto público propuesta por el Ejecutivo, que puede ufanarse, como lo hizo, de contar con la colaboración de la Cámara. La Presidencia no puede alegar que sufre obstrucciones parlamentarias: en lo general el presupuesto fue aprobado, una hora antes de que feneciera el plazo formal para ese efecto, el lunes 15, por 454 votos, y con sólo 13 votos en contra y tres abstenciones. La oposición se concentró en algunos diputados del Partido del Trabajo (los más cercanos a Andrés Manuel López Obrador) y nada más.
Casi un centenar de diputados reservó para su discusión en lo particular algún artículo o algún punto de los anexos, donde se estipulan a detalle las partidas. Las objeciones y propuestas fueron en general rechazadas por el pleno, con votaciones no tan contundentes como la que aprobó el documento en lo general, pero sin poner en riesgo el dictamen aprobado en la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública por unanimidad de los partidos en ella representados.
Tan estéril era el intento de discusión, en la madrugada del martes 16 (en que continuaba la sesión fechada el día anterior, último para aprobar el documento), que por ello o por fatiga, o por percepción del cansancio ajeno, uno a uno los oradores que se habían anotado para conseguir asignaciones distintas de las acordadas en el dictamen declinaron participar. Sólo unos pocos perseveraron y casi ninguno de ellos alcanzó el objetivo que se había trazado.
En suma: el presupuesto que regirá el año próximo casi no tiene huella legislativa. El Presidente lo propuso y el Ejecutivo ganó la aparente batalla legislativa. De distintas maneras, en diversos momentos, los diputados abdicaron de su posibilidad de influir decisivamente en el gasto público. Por lo tanto, el plan correspondiente es rutinario, para salir del paso, como corresponde a un gobierno sin rumbo que se limita a administrar la crisis en espera de que el tiempo haga su labor.
El proyecto presidencial aprobado por los diputados (corresponsables por ello de los defectos del presupuesto) prolongó la inercia de erogaciones cada vez mayores con magros resultados. No hay correspondencia entre el volumen del gasto y la modificación de realidades, que debería ser el efecto si los egresos tuvieran una dirección impresa por la voluntad de cambio. El presupuesto es cada año mayor pero su ejercicio, con frecuencia tardío e ineficaz, no se refleja en el crecimiento del mercado interno, único modo de aminorar las desigualdades por la creación de empleo e incremento del consumo.
El presupuesto alienta el dispendio y la voracidad de algunos destinatarios del gasto público, La burocracia crece sin cesar, especialmente en los altos niveles, a los que se aplica una política salarial onerosa en sí misma e insultante comparada con las remuneraciones al trabajo en general. Un proyecto de gasto que buscara una modificación estructural aunque fuera de proporciones mínimas se habría atrevido a proponer una severa disminución de los sueldos y prestaciones del Presidente y sus colaboradores de primer nivel, por lo menos, para la cual bastaría la voluntad del Ejecutivo; y también, mediante la negociación respectiva, en los otros poderes y en los órganos constitucionales autónomos.
Pero el Presidente comienza por consentirse a sí mismo y al personal que de él depende. Su remuneración en términos reales, conforme a su propio deseo pues formalmente es el autor del proyecto enviado al legislativo, se incrementa año con año. No siempre se procede así incrementando directamente el salario, sino aumentando los montos en prestaciones o creando nuevos rubros, como el de “pago por riesgo”. No es una retribución exclusiva de la figura presidencial, sino que se concede a funcionarios con responsabilidades en materia de seguridad. La del Ejecutivo importará el año próximo 813 mil 827 pesos, lo que implica un aumento de 18 por ciento respecto del actual ejercicio.
¿Es que ha aumentado el riesgo de encabezar la estrategia contra el crimen organizado? ¿Con qué instrumentos se ha medido ese incremento y se lo ha traducido a pesos y centavos? Es el propio Presidente de la República el que debería dar respuesta a estas preguntas porque, hay que insistir en ello, él se adjudica sin rubores diversas alzas en sus percepciones, sin que los diputados le disputen ese privilegio.
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