viernes, 1 de octubre de 2010
La silla encantada Carlos Murillo Abogado
Los gringos le dan un significado especial a “la silla”. A la cúspide en la pirámide jerárquica le llaman “el hombre de la silla” (The Chairman). Y no, no es cualquier silla. Sino esa silla, la buena. Ya sabe a cuál me refiero, a la del mandamás, a la silla en que todos quieren sentarse, la silla del privilegio, la del hombre que dirige. La silla encantada.
Contaré la parda historia de un burócrata –que dejaremos sin nombre ni apellido para no nublar el juicio del lector–, quien con nostalgia narra su experiencia. Dice que al llegar, hace seis años, a su –entonces– nueva oficina en el Gobierno del Estado, le parecía que la silla era muy grande. Pensaba que sólo una mente genial podría poner en orden aquel armatoste; el reto era dominar a la bestia-bodrio que el Estado había dejado en aquella marabunta de papeles.
Tiempo después, la silla dejó de ser hostil con el oficinista de primer nivel, llegaron los halagos, las fiestas, los ayudantes que podían cargar con todo por su condición de novatos, haciendo el trabajo del jefe, siguiendo el viejo estilo meritocrático de nuestro curioso modo de desvirtuar lo público.
Luego se arrimó la felicidad. Así, la silla se tornó cómoda, dejó de ser grande para convertirse justa, casi hecha a la medida; acomodada ergonómicamente al lánguido trasero del ocupante, que para ese entonces había perdido contacto con la realidad, nadando en una cueva de partidas presupuestales.
En un tercer tiempo –y épico final–, como si se tratase de una ópera, el lisonjero heraldillo se había habituado a la silla, convirtiendo el trabajo en tediosa costumbre. Entones terminó por sentir a la silla curra, apretada, pequeña, hasta encontró varios defectos de fabricación, le hablaba con desprecio y en ocasiones hasta mal le olía. Razonablemente deducía que era merecedor de una silla más grande, que por justicia debieran dársela ya que sus resultados eran más que sobrados (al menos en su mundillo de estadísticas superfluas).
Entonces, un día todo esto se acabó, el plazo se había vencido y había que entregar la silla que durante seis años había disfrutado-sufrido, no pudo más que sentir placer al principio de la retirada, porque se deshacía de un problema. Después, ira, porque con toda su experiencia –única e irrepetible– ¿cómo se atrevían a despedirlo? Y al final decepción, por su inmenso sacrificio al frente de un escritorio público; “malagradecida la sociedad”, decía hacia sus adentros mientras empacaba la escultura pequeña de un Quijote polviento, tantas veces olvidado entre reconocimientos y medallas.
Pero así son las reglas de la política (y así es la ley dirían los gargantones juristas), el hecho es que el ciclo ha concluido. Mañana tomarán protesta los nuevos diputados al Congreso local y en dos días más tomarán protesta al nuevo gobernador con su nuevo gabinete. César Duarte asumirá la gubernatura de un Estado que “exige resultados” y los quiere ahora.
Más allá de la faramalla del protocolo y el confeti, Chihuahua exige que el nuevo equipo deje de lado la frivolidad de los proyectos personales y la poca austeridad republicana que tanto ofende al ciudadano común. Debemos privilegiar el progreso, la paz y la seguridad de los chihuahuenses, de no ser así, otra vez el juego de la silla encantada encandilará a los ingenuos y cortará el futuro que ya agoniza.
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