Distrito Federal– Hoy hace un siglo fue inaugurada la Universidad Nacional de México. La apertura de sus cursos, encabezada por el presidente Porfirio Díaz y el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, Justo Sierra Méndez, fue la culminación de las fiestas del centenario del comienzo de la lucha por la Independencia.
La nueva institución, que reunía las escuelas de bellas artes, ingeniería, jurisprudencia y medicina, que con modalidades diversas habían sido parte del régimen colonial, y la escuela nacional preparatoria, surgida al cobijo de la restauración republicana, cristalizaba un viejo proyecto de Sierra. Antes de ingresar al gabinete de Díaz en 2005, el abogado campechano había cobrado prestigio como periodista, poeta, narrador y legislador activo. En los setentas del siglo XIX había formado parte del intento de crear una universidad libre, y en 1881 en la Cámara de Diputados a que pertenecía presentó un proyecto para crearla como institución del Estado. De esa suerte pudo convencer a Díaz de fundar la Universidad Nacional, cuya ley fue aprobada en mayo y abrió sus puertas el 22 de septiembre de 1910.
El proyecto así consumado no parecía parte de un régimen que concluiría apenas unos meses después. La universidad porfiriana no lo fue en el sentido peyorativo de la palabra. Al contrario, apareció como un renuevo, como un anticipo de tiempos nuevos. El después llamado Maestro de América dijo a los alumnos fundadores que estaban llamados a ser “un grupo en perpetua selección dentro de la sustancia popular”, a los que se encomendaría “la realización de un ideal político y social que se resume así: democracia y libertad”.
El primer rector fue un viejo profesor de derecho, que lo había sido del secretario que lo nombró. Joaquín Eguia Lis tuvo claro que la institución que dirigiría en los procelosos días de la caída del antiguo régimen y la incierta inauguración de uno nuevo, que la institución recién creada debía poseer “libertad absoluta respecto del poder público” y era consciente de que su deber consistía en “procurar que la universidad funcione por sí sola tan eficazmente, que su alteza y majestad sean bastantes a imponer respeto a todo gobierno, hasta que llegue a conseguir su autonomía plena”.
La primera década de vida universitaria reprodujo la agitación que vivió el país a partir del alzamiento maderista, sólo unas semanas después de su nacimiento. Sufrió embates del conservadurismo, que consiguió la escisión de una parte de la Escuela Nacional de la Jurisprudencia, de la que en 1912 surgió la Escuela Libre de Derecho, mata de los gobernantes de hoy. Regida por un ideario avanzado, sólo en la etapa del rector José Vasconcelos, diez años después de su fundación, comenzó a dar muestra de sus alcances y trascendencia para la vida nacional. Tuvo también aliento vasconceliano la autonomía alcanzada en 1929 y reforzada en el lustro siguiente con la libertad de cátedra, uno de los pilares de la institución, entonces y ahora.
Al cumplir cien años de edad, la Universidad Nacional cumple con creces el papel que le ha asignado la sociedad mexicana, que la sostiene a través del erario. Así lo hará constar hoy mismo el Congreso de la Unión en la sesión solemne citada expresamente para el caso. Lo confirmará en las próximas semanas cuando discuta y apruebe el presupuesto federal, que incluye el subsidio a la UNAM. Cerca de 25 mil millones de pesos serán asignados a ella, la principal institución de enseñanza superior del país. Demasiado dinero, se dice desde diversos géneros de mezquindad. Apenas suficiente, puede responderse cuando se cobra conciencia de las dimensiones de la casa centenaria. Si sólo se considera su planta física se percibe su capacidad de servicio y sus necesidades. Desde mediados del siglo XX cuenta con un predio central formidable, la Ciudad Universitaria, cuyo circuito inicial, que forma parte del Patrimonio de la Humanidad conforme a las reglas de la UNESCO, se ha completado con nuevas instalaciones académicas, un circuito consagrado a los institutos y centros de investigación y el espléndido Centro Cultural Universitario, en cuya sala Nezahualcóyotl se tocará esta tarde la sinfonía conmemorativa compuesta por el maestro Federico Ibarra, y que será interpretada por el Coro Universitario y la Orquesta Filarmónica de la propia UNAM. Amén de ese enorme campus, la Universidad enseña e investiga en instalaciones dispersas en el DF, los estados vecinos y disemina su conocimiento y su espíritu en sus propios territorios, en toda la república, desde Baja California hasta Yucatán.
En sus bachilleratos, licenciaturas y posgrados reciben clases más de 300 mil alumnos, que cursan tanto las carreras tradicionales como las nuevas opciones que el progreso social y técnico requiere. El Sistema Nacional de Investigadores se compone, en casi la mitad de su nivel más alto, de miembros de la Universidad Nacional, que desarrollan ocho mil proyectos. La difusión cultural, de amplísimos alcances, atiende en sus propias instalaciones a públicos para todas las artes.
La Universidad Nacional dista de ser una institución perfecta. Pero ella misma dispone de los mecanismos de corrección de sus defectos, que lo son de funcionamiento más que de estructura. En sus cursos transmite, además de saberes, valores que han contribuido al desarrollo nacional y, en estas horas oscuras pueden ser útiles para remontar las cuitas que padece el país.
¡Feliz centenario
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