Desfiladero
Jaime Avilés
Como en 1810, cuando se rebelaron contra el colonialismo español; como en 1910, cuando se levantaron contra el porfiriato, los pobres de México han vuelto a empuñar las armas, ahora en 2010, para luchar de nuevo contra el espantoso destino que los ricos se obstinan en imponerles. Hay sin embargo profundas y marcadas diferencias entre los estallidos sociales de hace 100 y 200 años y el de hoy.
La más obvia: aquéllos fueron promovidos por dirigentes políticos, que llevaron a las masas a la lucha violenta en busca de soluciones colectivas a problemas comunes. Quienes participan en el alzamiento actual, lo hacen bajo las órdenes de empresarios clandestinos y persiguen objetivos individuales.
En los tres momentos históricos –1810, 1910, 2010–, la concentración de la riqueza en pocas manos, la expansión acelerada de la miseria, los privilegios inaceptables de una burocracia autoritaria, sorda, ciega y corrupta; la injusticia sistemática en perjuicio de los más débiles, la ausencia de perspectivas de cambio a corto y mediano plazos, la falta de espacios de negociación para acordar salidas pacíficas, detonaron, en cada caso, una guerra civil.
La de 1810 se propuso, y logró, abolir la esclavitud; liquidó la dominación extranjera y dio origen a un Estado nacional, sin pies ni cabeza. La de 1910 demandó, y obtuvo, la redistribución de la tierra entre los campesinos, el reconocimiento al derecho de huelga de los trabajadores y la transformación del Estado nacional en motor del desarrollo económico y tutor de un programa de conquistas sociales. La de 2010 es consecuencia del desmantelamiento del Estado nacional que en 1982 iniciaron De la Madrid y Salinas, y culminaron Zedillo, Fox y Calderón.
La guerra civil de 1810 abrió un periodo de caos político y económico, que duró más de 50 años y comenzó a cerrarse cuando Benito Juárez fortaleció la soberanía nacional después de derrotar en el campo de batalla a las tropas invasoras de Napoleón III y liberar a nuestro joven país del chantaje espiritual del Vaticano. Gracias a estos logros, Porfirio Díaz pudo organizar el Estado en la etapa final del siglo XIX, impulsar la industria y acelerar la construcción de infraestructura, pero siempre al servicio de las compañías inglesas que proliferaban aquí en esa época y para las cuales creó líneas ferroviarias que facilitaban el traslado de metales preciosos y otras materias primas de las minas y los campos a los puertos marítimos.
Otros 20 años de violencia generalizada y desastre económico sobrevinieron cuando el estallido revolucionario de 1910 engendró, primero, una guerra civil que se prolongó casi una década y, después, una nueva etapa de inestabilidad política, asonadas y cuartelazos, que incluyó el baño de sangre de la Cristiada y llegó a su fin con el ascenso de Plutarco Elías Calles al poder, más o menos al mismo tiempo que Hitler en Alemania y Stalin en Rusia.
No por casualidad el Partido Nacional Revolucionario (abuelo del PRI), el Partido Nacionalsocialista y el Partido Comunista soviético nacieron como partidos de Estado, columnas vertebrales de sus respectivos países, sin oponentes electorales y con un férreo dominio sobre el gobierno, las fuerzas armadas y los medios de comunicación. Los estados nacionales que surgieron bajo aquellos liderazgos, pese a ser casi hermanos trillizos en cuanto a sus estructuras, digamos, óseas, corrieron con distinta suerte. El más breve fue el alemán, que sucumbió en 1945; el más poderoso fue el ruso, que se convirtió en imperio y dominó la mitad del mundo hasta 1991, y el más longevo es el mexicano, que a sus ochenta y tantos años se puede derrumbar de un momento a otro, devastado por la guerra civil que, de tantas maneras, provocó Calderón.
Lo que comenzó, en diciembre de 2006, como una maniobra autoritaria para garantizar la permanencia en el poder de un gobierno de facto –la llamada “guerra contra el crimen organizado”, que fue sólo un pretexto para sacar al Ejército a las calles en defensa de un tiranito muerto de miedo– desató en menos de cuatro años una verdadera guerra civil. Cuando lo más urgente era tomar medidas para optimizar el uso de los recursos públicos –invertir, por ejemplo, en la construcción de refinerías para dejar de importar gasolina a partir del tercer año del sexenio, y destinar el dinero resultante de este ahorro al impulso de actividades en provecho de los jóvenes más pobres–, Calderón continuó despilfarrando el presupuesto en beneficio de los ricachones que lo incrustaron en Los Pinos para que desde allí los sirviera como capataz.
En vez de reactivar el mercado interno, fomentar el empleo mediante obras de infraestructura, recortar los privilegios de la burocracia para ampliar los programas sociales, utilizar la renta petrolera en actividades productivas, Calderón siguió usando las ganancias de Pemex para devolverle el total de sus impuestos a los ricos y, con la complicidad de éstos, consolidar negocios ilícitos, como el que urdió con Mouriño al firmar un contrato con Perú para traer gas natural por barco y vendérselo a la Comisión Federal de Electricidad a precios estratosféricos.
Si De la Madrid, Salinas y Zedillo remataron entre sus amigos y socios todas las riquezas de la nación, excepto los hidrocarburos, Fox reventó el magno yacimiento de Cantarell y le extrajo las mayores ganancias obtenidas jamás por México en su historia. Sin embargo, esos casi 7 mil millones de dólares de utilidades netas fueron a parar a las arcas de la oligarquía y a las ridículas columnas de mármol de un rancho de ladrones en Guanajuato, multiplicando exponencialmente el crecimiento de la pobreza y de la miseria, y transformando el antiguamente llamado “ejército industrial de reserva” en milicias de las facciones armadas que hoy se disputan el control del territorio nacional, patrocinadas por las fabulosas ganancias del narcotráfico.
La lucha entre los gatilleros de esas empresas llamadas cárteles, que no son bandas de forajidos sino temibles y verdaderos ejércitos –desde luego, mejor pertrechados que el Ejército nacional con sus casi 100 mil elementos, sin duda peor pagados que sus adversarios– constituye la esencia de esta nueva guerra civil, protagonizada centralmente por hombres y mujeres jóvenes que tomaron las armas para tratar de mejorar sus condiciones de vida.
Quizá la mayor paradoja de Calderón consista en que la única industria que de verdad floreció durante su felipato es aquella a la que le declaró la guerra desde el primer día de su arribo a Los Pinos. ¿Cuántos hombres participan hoy, como gatilleros de tiempo completo, en los ejércitos del narcotráfico? ¿20 mil, 50 mil, 70 mil? ¿Cuántos tenía Miguel Hidalgo cuando se rebeló contra España, cuántos acompañaron a Madero al inicio de su insurrección contra Díaz? No muchos, apenas algunos miles, y sin embargo inauguraron, cada uno, guerras civiles que destruyeron y transformaron el Estado y cambiaron el país.
¿Cuánto durará esta nueva guerra civil, que cubre de sangre a diario una creciente porción de México? El secretario de la Defensa habla de “10 a 15 años”. García Luna supone que “hasta 2014”. Gómez Mont dice que “a partir de junio”. La CIA, la DEA, el Pentágono, Clinton, Obama, no dan cifras: simplemente pronostican que el aumento de la violencia será “horripilante”. Un nuevo ciclo ha comenzado en la historia de México: como en 1810, como en 1910, los pobres han vuelto a tomar las armas. Todo análisis político de corto, mediano y largo plazos, desde ahora, tendrá que partir de esta certeza.
Calderón lo logró: el país está en guerra.
jamastu@gmail.com
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