lunes, 24 de mayo de 2010
El Estado abdica de la procuración
En el curso de la semana recién pasada dos procuradurías –la General de la República y la del estado de México– exhibieron el pavoroso vacío del Estado en los casos de la muerte de Paulette Gebara Farah y de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos.
El viernes 21, el procurador mexiquense, Alberto Bazbaz, dio por cerrada la averiguación en torno de la menor Gebara Farah y concluyó que su fallecimiento se debió a un accidente. Accidental pudo haber sido, pero a fin de cuentas, tras dos meses de pesquisas erráticas, irresponsables y fársicas, el mayor cúmulo de inconsistencias fue el exhibido por la Procuraduría de Justicia del Estado de México: extremo descuido en el manejo de pruebas y lugares, señalamientos públicos –que, según sus propias conclusiones, fueron infundados– contra la madre de la niña; filtración de dictámenes, peritajes y documentos; siembra de sospechas en la opinión pública; solicitudes de auxilio a corporaciones policiales extranjeras y, a fin de cuentas, un corolario ofensivo por insostenible: Paulette murió en la noche del 21 de marzo o en la madrugada del 22 y su cuerpo permaneció al pie de la cama durante nueve días, en el epicentro mismo de la investigación, entre familiares, amigos y policías, sin que nadie se diera cuenta.
En forma inevitable, el desaseo de las pesquisas y la inverosimilitud de las conclusiones multiplican y ahondan las dudas que debieron despejar, y el caso se torna, a raíz de la presentación efectuada el viernes por Bazbaz, mucho más sórdido de lo que ya parecía: la impresión –abrumadoramente mayoritaria– de la sociedad mexiquense y nacional es que lo dicho por el funcionario apunta a solapar, encubrir u ocultar, no a esclarecer, y en tal circunstancia la procuración de justicia en el estado de México resulta llanamente inviable, pues en la presente circunstancia local y federal la credibilidad de las instituciones investigadoras resulta imprescindible.
Igualmente grave, o más, es la decisión de la Procuraduría General de la República (PGR) de abandonar el caso de la privación ilegal de la libertad de Diego Fernández de Cevallos, quien fue raptado entre el 15 y el 16 de mayo en Querétaro. En un primer momento, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, ordenó que el gabinete de seguridad se involucrara en la pesquisa correspondiente. En los días siguientes, diversas autoridades descartaron en forma arbitraria varias líneas de investigación: el propio Calderón negó, desde Washington, que hubiera sido una acción de la delincuencia organizada, en tanto que la vocería de la PGR descartaba que se tratara de un secuestro con propósito de rescate, a pesar de que ya la familia del desaparecido pedía a las personas que lo retienen, entablar comunicación en aras de negociar su liberación. Luego de varios días en que la PGR pretendió centralizar la información del caso, en forma inopinada decidió abandonarlo.
La suspensión de las pesquisas es inaceptable. Más allá de los lamentables esfuerzos verbales del gobierno por evitar cualquier mención a una figura delictiva en particular –secuestro, ajuste de cuentas, levantón, de-saparición forzada–, en la captura de Fernández de Cevallos y su privación de la libertad cabe presumir la acción de alguna modalidad de delincuencia organizada y, por ese solo hecho, el ejercicio de procuración de justicia tendría que ser irrenunciable.
Si el plagio del ex candidato presidencial constituyó un retrato inequívoco y brutal de la orfandad que padece el conjunto de la población en materia de seguridad –qué puede esperar un ciudadano de a pie, si un personaje influyente del calibre del litigante panista es víctima de un secuestro–, la determinación del gobierno federal de suspender la procuración de justicia es indicativa de una claudicación que hace aparecer como meramente declarativo el alegado compromiso de la actual administración con la vigencia de las leyes, y que ahonda la zozobra generalizada y el vacío de poder.
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