lunes, 5 de abril de 2010
Percepciones presidenciales
Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 5 de abril.- Cuando hablo de las percepciones presidenciales no me refiero –no esta vez– a los emolumentos del presidente, sus sueldos, sus ingresos, los réditos que ha obtenido en los años recientes, documentados en Proceso en los reportajes de Daniel Lizárraga y Álvaro Delgado, entre otros. Con esa acumulación de bienes se comprueba que la alternancia no alteró algunas de las columnas en que se sostiene el sistema político, entre ellas la del enriquecimiento de los funcionarios, ese cuyo volumen hizo exclamar a Emilio Portes Gil que en México cada sexenio produce “comaladas de millonarios”.
Esta vez me refiero a otra clase de percepciones presidenciales, las que el titular del Poder Ejecutivo tiene sobre las percepciones ciudadanas acerca de la inseguridad y la violencia criminal. En varias ocasiones ya, sobre todo cuando la delincuencia se manifiesta de modo más cruento, el presidente tiende a minimizar la importancia del problema, aprovechando una categoría de las ciencias sociales, especialmente la demoscopia, que es la de las percepciones. A partir del concepto anatómico y psicológico de percibir, que consiste en la recepción en los centros nerviosos superiores de mensajes enviados por los sentidos, se ha pasado a definir la percepción como un sentimiento subjetivo acerca de la realidad. Así, en las encuestas suele preguntarse, por ejemplo, cuál es la sensación del interrogado sobre la situación económica, además de plantear también si la propia ha mejorado, empeorado o permanece igual.
Mediante una lectura convenenciera de las encuestas, se ha puesto en boga distinguir entre los datos duros y las percepciones. Calderón utiliza con frecuencia esa distinción. Asegura que la inseguridad corresponde más a una percepción de la realidad que a la realidad misma, que no es tan peor como creemos. En abono de su posición cita cifras en que otros países muestran una criminalidad mayor que la mexicana y, sugiere –sin por supuesto llegar a decirlo así–, no se hace tanto escándalo por eso. De allí ha transitado más de una vez a reprochar a los medios de información el que parezcan deleitarse con las malas noticias, las que conciernen a la zozobra de los ciudadanos causada por la multiplicación de los hechos de sangre. Salta de allí a pedir, a funcionarios y a particulares, que hablen bien de México, y dejen de hacerlo en sentido contrario. Él nunca ha oído, alega, que un brasileño hable mal de Brasil.
El intento de distinguir entre realidades y percepciones de las realidades me recuerda un viejo cuento en que un paciente expone semanalmente a su psiquiatra una obsesión que no lo abandona nunca. Percibe que debajo de su cama se aloja un cocodrilo, y esta percepción lo aterroriza, tiene pavor de ser devorado por el reptil. El especialista explora con el paciente las probables causas de esa cocodrilofobia, indaga en las vivencias infantiles, en sus vacaciones, en el símil que puede establecerse entre la bestia temida y otras presencias desagradables que lo intimidan, etcétera. Un día el paciente deja de llegar a la cita y su ausencia se hace una constante. En vez de atenerse a las reglas profesionales que mandan no involucrarse personalmente con los pacientes, el psiquiatra quiere saber por qué el paciente interrumpió la terapia. Llega a su domicilio, y los vecinos le cuentan, cariacontecidos, que su paciente ha muerto, devorado por un cocodrilo que se refugiaba debajo de su cama.
Al hablar ante prestadores de servicios turísticos el martes 30 de marzo, Calderón ofreció las cifras que lo consuelan porque muestran que la violencia criminal es mal de muchos. En México hay 11.5 muertos por cada 100 mil habitantes, mientras que en Río de Janeiro la cifra es casi el doble: 22 por cada 100 mil habitantes, y en ciudades estadunidenses como Washington es de 30, y, escandalícese usted, en Nueva York llega a 90. Esas cifras no espantan al turismo, como lo muestra el caso de Brasil, que realizará los próximos Juegos Olímpicos y la Copa de futbol posterior a la de Sudáfrica. En cambio, la violencia mexicana genera percepciones superiores a la realidad por la difusión que dan los medios a los hechos violentos.
Los datos duros, los guarismos oficiales, el recuento de actas de defunción del Ministerio Público, nunca completo pero sí indicativo, son componentes de algo más que percepciones. La violencia criminal en México no existe sólo en la conciencia atribulada de los mexicanos que ven moros con tranchete. Existe en las calles y los caminos con una asiduidad alarmante, que asusta sobre todo cuando ataca zonas vulnerables de la sociedad. Los asesinatos de jóvenes en Ciudad Juárez, en Torreón, en Monterrey, en Pueblo Nuevo (para sólo citar algunos de los casos recientes y estremecedores), conciernen a vidas humanas concretas, específicas, con nombres y apellidos, con familias y amigos. No se trata de percepciones, que en el lenguaje presidencial es una palabra que parece emparentada con habladurías, chismorreo, rumores.
No se puede pedir a los medios de información que apliquen una noción deformada de la responsabilidad social. Si cotidianamente la violencia criminal siega las vidas de decenas de personas, hasta sumar miles por año y más de 16 mil en los tres que han corrido de la actual administración, es imposible que la prensa deje de registrar esos acontecimientos y se inhiba en la explicación de sus causas. El silencio que a ese respecto vivimos en los años del autoritarismo priista era parte del sistema que, a veces de manera ostensible, otras veces de modo menos severo, oprimía a los ciudadanos. Antes de que vuelva el PRI al gobierno se quiere hacer que retornemos a un mutismo que permitió a ese partido y sus gobiernos alardear de una paz social que, apenas se hurga en la historia no oficial, se advierte que era sólo un mito.
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