Carlos Monsiváis
14 de febrero de 2010
2010-02-14
A11 de febrero de 2010; El acto oficial en su esplendor ostensible, la presencia de un número de los 9 mil que resguardan el Poder Ejecutivo. Las fuerzas disponibles de Ciudad Juárez aguardan con rostro estoico, según las crónicas televisivas. El presidente Calderón, acompañado de su esposa y del secretario de Gobernación, el otrora panista Gómez Mont, lee un texto de buena voluntad o de entretenimiento presupuestal. En algún momento, emerge la señora Luz María Dávila, madre de Marcos y José Luis, jóvenes asesinados el 31 de enero en Ciudad Juárez en un ataque monstruoso de sicarios. Doña Luz María no se extravía en las escaramuzas: “Discúlpeme, Presidente, yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es, nadie lo es. Porque aquí hay asesinatos hace dos años y nada ni nadie ha querido hacer justicia. Juárez está de luto… Les dijeron pandilleros a mis hijos. Es mentira. Uno estaba en la prepa y el otro en la universidad y no tenían tiempo para andar en la calle. Ellos estudiaban y trabajaban. Y lo que quiero es justicia. Le apuesto a que si ha sido uno de sus hijos, usted se habría metido hasta debajo de las piedras y hubiera buscado al asesino, pero no tengo los recursos, no lo puedo hacer… Quiero justicia, pónganse en mi lugar, a ver qué siente… Nosotros queríamos que se presentara, que diera la cara y que ahí mismo, públicamente se retractara de todo lo que dijo”.
De entre el repertorio de rostros a su disposición, Calderón elige el de la preocupación contrariada. Antes, de modo un tanto enigmático, ha incurrido en la duda sobre sus propias palabras: “Ante los deudos reconocí el malestar y la irritación que provocaron mis declaraciones acerca de que los estudiantes ejecutados formaban parte de un grupo criminal… Me corregí: eran estudiantes ejemplares. Pero cualquiera que hubiera sido el sentido de mis palabras, les dije a aquellos padres de familia que les presentaba y les ofrecía la más sentida de mis disculpas, si cualquiera de esas palabras hubieran ofendido a ellos o a la memoria de sus hijos”. Las palabras de Calderón en Tokio sólo tuvieron un sentido: inscribir a los jóvenes asesinados en un grupo criminal. Y luego añade: “Todos somos responsables de esta situación. Si esas muertes tienen sentido será para ratificar y reforzar lo que se está haciendo”. Otra vez el debate sobre el sentido de un hecho que el autor del discurso no resuelve: ¿Qué sentido pueden tener las muertes inconcebibles de jóvenes sino el hecho mismo de su desaparición? Buscar el sentido de unos asesinatos es poner a la disposición de los intérpretes la justificación de existencias tajadas tan monstruosamente.
* * *
Calderón llevó a Ciudad Juárez un plan de cuatro ejes no tan elocuente como un tanto superficial: salud (extender la cobertura, crear diez nuevas clínicas o reforzar la atención de adicciones), educación (ampliación de jornada escolar en 89 centros, y becas y estímulos para evitar la deserción), y ayuda social (apoyos a pequeñas y medianas empresas, desempleados, guarderías y también la construcción de un parque deportivo en memoria de los jóvenes ejecutados) El cuarto eje es el reforzamiento de la estrategia policial. Calderón, ya apurado por la autocrítica, reconoce: en el pasado su gobierno no ha sabido escuchar a los juarenses, a los que pide sumarse a su propuesta. ¿Eso es todo? Uno: Si no se puede crear las diez clínicas, atender a los adictos, los únicos hospitalizables, por lo visto, en Ciudad Juárez. Dos: Ampliar la jornada escolar en 89 centros (¿cuántos hay en la entidad, y cuál es el sentido de la ampliación?), y dar becas, que como todo mundo sabe, son la respuesta de las ganas de irse de las escuelas, especialmente en Ciudad Juárez, que tiene el récord de la deserción más elevada en la educación secundaria. Tres: Aquí sí la panacea jamás intentada por gobernante alguno: darle a la población todo lo necesario para que los problemas ya surjan por puro capricho: levantar a todas las empresas menores y medias, crear la política de pleno empleo y hacer que mientras juegan basquetbol los jóvenes, ya encuentren el sentido de las muertes del 31 de enero.
¡Ah! y una advertencia ante los reclamos constantes de que salga el ejército de la ciudad: se queda. Y en cuanto a las más de mil denuncias del comportamiento represivo de los soldados, la reclamación del Ejecutivo-Ministerio Público: “Tráiganme las pruebas”. Y una vez que se las lleven, exigirá que las conviertan en acusaciones, y así hasta el infinito.
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Las reclamaciones al gobierno federal y al estatal, las exigencias de renuncia del gobernador de Chihuahua, el alcalde de Ciudad Juárez y el presidente Calderón, la represión contra los activistas que reclamaban justicia, la ciudad tomada para “oír las demandas de los juarenses”, pueden parecer parte de la estrategia de resolver los problemas aplazando sin término la solución. La gran novedad son las palabras de Luz María Dávila y la vehemencia crispada de su intervención. La fórmula elegida es notable: la “descortesía”, gran técnica de igualación: “Discúlpeme, Presidente, no le puedo dar la bienvenida”; el señalamiento del hecho central: “vivimos los efectos de una guerra que no pedimos”; la desolación ante el fracaso portentoso de las políticas del gobierno federal y el estatal en Ciudad Juárez; la certidumbre de que la justicia prometida nunca ha de llegar; la irritación ante la falta de respuesta de los asistentes exhortados por Luz María a unirse a su protesta. El discurso es breve, la resonancia es interminable.
Ciudad Juárez ha vivido interminablemente bajo los efectos de la impunidad. Se dio a conocer internacionalmente por las cuatrocientas y tantas mujeres asesinadas (sin contar desaparecidas); se ha convertido en un territorio de la lucha de los cárteles y de la secuencia trágica: “levantones”, asesinatos por el motivo que se quiera, jóvenes que reciben mil quinientos pesos a la semana por su disponibilidad al asesinato (“Me pagan casi nada, pero a los que liquido no les hacía falta la vida”), secuestros, chantajes, cobra de protección, miedo como la respuesta a la inermidad de las autoridades y al horror desatado por la delincuencia; migraciones de la sobrevivencia (El Paso, Texas, tiene ya una sección amplia de la sociedad prófuga de Juárez).
Ante eso, el anuncio de parques deportivos en memoria de jóvenes asesinados. Pero la cadena del ultraje y el olvido se detiene al existir demandas enérgicas, activistas cuya acción es, en principio de cuentas, solidaridad. Y la defensa de los derechos humanos como el empoderamiento más enérgico. La señora Luz María Dávila, en su alegato, da la oportunidad de observar a la sociedad libre que surge, de varios modos, sin recursos, sin retórica memorizada, pero bajo una profunda convicción: esperar el cumplimiento de las promesas de los funcionarios es, ahora, olvidarse del respeto debido a sus muertos y, también, a su inermidad y a su miedo, tan explicable, tan roto por la convicción que no le da la bienvenida a un Presidente.
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