La filosofía es una disciplina que le enseña
a pensar a la gente.
–¿Y por qué nos la quitan?
–Pos, por eso mismo...
Horacio Cerutti Guldberg
Si hiciéramos esta pregunta, particularmente a los adolescentes y las adolescentes, quienes “padecen” esta “enseñanza” en el nivel medio superior, no sería improbable que respondieran algo así como: para nada; para perder el tiempo; para hacerte preguntas raras; para complicarte la vida cotidiana, ya de por sí dificultosa; para hacerte sufrir con tareas muy “abstractas” y poco “prácticas”.
Quizá convenga invitar a (re)ver la caricatura de El Fisgón que aparece en la página cuatro del primer número de educación. Y decimos ver de nuevo o ver por primera vez, porque es casi imposible describir todas sus facetas decidoras y plenas de sugerencias: actitud de la madre, rostro del niño, ojos y manos del padre, por mencionar algunas. En todo caso, nos limitaremos a recuperar el diálogo que se produce entre madre, hijo y padre. –La filosofía es una disciplina que le enseña a pensar a la gente.–¿Y por qué nos la quitan? –Pos, por eso mismo... Después de reírnos, para no llorar, de compartir plenamente la irónica y muy fuerte crítica del caricaturista y de darle vueltas al asunto, (re)surge una pregunta que podríamos formular, provisionalmente, como sigue: ¿es que si no nos enseñan a pensar, no pensamos? O, buscándole otros modos: ¿necesitamos que nos enseñen a pensar, o siempre andamos pensando?, ¿podríamos, lisa y llanamente, no pensar? Estas preguntas son muy riesgosas. Sobre todo para los adolescentes. En una cierta presunta consonancia con ellas podrían retomar la pregunta inicial y llegar a la apresurada conclusión: ¡pues que nos quiten las clases de filosofía, si sólo sirven para perder el tiempo y no nos preparan para la lucha por la vida! Lucha, por cierto, concebida como cuerpo a cuerpo y caiga quien caiga, si nos atenemos a la ética del darwinismo social hegemónica, donde la competencia es la regla incuestionable y se trata de llegar, ascender o sobresalir caiga quien caiga y cueste lo que cueste, aunque el costo sea uno mismo en lo más añorado que llevamos dentro, muchas veces sin advertirlo del todo.
Pero, si nos atrevemos a tomar el toro por los cuernos y centramos la atención en la cuestión a que remiten esas preguntas, las salidas no resultan tan fáciles. Más bien, se complica el abordaje y se requiere un esfuerzo especial. Es que afirmar que podríamos vivir sin pensar, sería como afirmar que podríamos vivir sin ideas, sin conceptos, sin reflexionar, sin caer en la cuenta de lo que hacemos, por qué lo hacemos, para qué lo hacemos y una larguísima serie de qué, cómo, cuándo, dónde, por qué, para qué, etc. Por cierto, a nadie se le ocurriría decir que siempre tenemos a la mano –o, mejor, a la disposición de la mente– todos y cada uno de estos aspectos o dimensiones. Pero, lo que resulta muy difícil de aceptar es que siempre careceríamos de la totalidad de estas dimensiones y que nuestro comportamiento sería plena y únicamente espontáneo, rutinario, habitual, inconsciente, irracional, etcétera.
Ahora bien, si sólo aceptáramos la presencia de una pizca de pensamiento, ideas, reflexión, racionalidad o algo semejante en la cabecita de cada uno de nosotros, el enfoque de la cuestión cambiaría radicalmente. Quizá no sería apresurado decir que no nos enseñarían, propiamente hablando, a pensar, sino que nos disciplinarían o entrenarían para pensar más y mejor. Pero, siempre a partir de lo que ya pensamos, como podamos hacerlo, con los medios a nuestro alcance y con las limitaciones de cada caso. Y este no es un punto cualquiera. Esto cambia completamente el enfoque de la “enseñanza” o de la “educación” o de la “pedagogía” y sus consecuencias.
¿Qué pasaría si un profe o una profe entrara a la clase del bachillerato y, sobre todo, a la clase de filosofía y dijera que no viene a enseñar sino a aprender? ¿Saldrían corriendo los estudiantes? ¿O la curiosidad podría más y se quedarían a tratar de captar qué clase de profe les cayó encima? Y es que de aquí se derivaría una serie de consecuencias casi como en cascada, algunas de las cuales sólo cabe mencionar muy rápidamente, dado que precisaríamos más espacio para desarrollarlas con todo el cuidado y el detalle que requieren. Sería factible no enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar, casi como una botana para abrir más el apetito –si se nos permite la comparación culinaria– y esto supone iniciar un diálogo con interlocutores respetables y respetados. Sería como asumir la auténtica situación de quien filosofa, aquello de Sócrates: sólo sé que no sé nada. Pero, algo sé, aunque sea apenas suficiente para medio (sobre)vivir, pero requiero saber más acerca de múltiples dimensiones que se relacionan con mi cotidianidad y mis proyectos o anhelos o sueños o hasta balbuceos, bastante incoherentes pero seductores. Revalorar a quienes tienen que cumplir con sus clases conduce a progresivas revaloraciones de sí mismos y a comenzar a disfrutar de un entrenamiento que, como todos los entrenamientos, al principios puede ser un poco agresivo, exigente, agotador, pero que con tenacidad y obstinación suele ir brindando cada vez más logros y satisfacciones.
Pero, ¿cuál sería la novedad si esto parece indispensable en toda enseñanza y en todos los niveles desde el denominado preescolar? ¿Cómo hacerlo accesible, atractivo? Pareciera –y es sólo una sugerencia– que tomar en cuenta múltiples diferencias no como azares prescindibles, sino como instancias o filtros ineludibles podría proporcionar cierta agilidad. ¿A qué diferencias nos referimos? A aquellas que podríamos aludir con términos de diversos alcances y quizá muy cuestionables: mujeres, indios, negros, güeros, clases sociales, religiones, ideologías, partidismos, jóvenes, viejos, generaciones, idiomas o lenguas, etc. Y a continuación se sucederían también las consecuencias de estas referencias muy iniciales y provisorias. En las lenguas, ¿no habría ya una cierta filosofía, podríamos decir, casi implícita? ¿Dispondríamos de modos efectivos para eludir la conflictiva social que atraviesa todas nuestras relaciones públicas, privadas y hasta íntimas?
Para poder iniciar las posibles respuestas a estas y otras interrogantes por el estilo no quedaría más remedio que acudir a los aportes de lo que podríamos denominar (sub)disciplinas filosóficas o filosofías, las cuales –bien miradas– parecerían abarcar todo el espectro de lo habido y por haber en una aspiración totalizante ¿sin límites?: filosofía de la ciencia, de la tecnología, de la religión, de la cultura, de la educación, de la historia, del derecho, de género, antropología filosófica, estética, ética y/o moral, epistemología, lógica, ontología, metafísica, axiología, etcétera.
No podemos extendernos más en este pequeño espacio, pero conviene que digamos que ninguna de estas dimensiones puede ser analizada como “pura” y es que las purezas suelen ser infecundas… Por tanto, no nos queda más que anotar un aparente detalle de inmensa significación: siempre –y subrayamos ese siempre– se ha filosofado en Nuestra América con un marcado énfasis en esa dimensión práctica del filosofar. Lo cual ha marcado a fuego al pensamiento filosófico nuestroamericano. Por algo será y vale la pena prestarle atención cuidadosa.
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