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JORGE CARRASCO ARAIZAGA
Paramilitares, grupos de autodefensa, guardias privadas y comunidades armadas surgen por todo el país ante una ola de violencia criminal inédita que ha puesto a México al borde de una explosión social. Ese es el resultado de la fallida estrategia de seguridad pública de la administración de Felipe Calderón. Lo peor es que el Ejército ocupa cada vez más espacios de poder con una consecuencia inevitable: más violencia. El Estado está rebasado, concluye el doctor Arturo Alvarado, de El Colegio de México, coordinador de una amplia investigación al respecto de la que Proceso da cuenta en exclusiva.
Desde los años inmediatos a la Revolución y a la guerra cristera, México no vivía una violencia homicida como la que ahora padece.
Incontrolables desde hace tres años, las muertes violentas por ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, decapitaciones, tortura y otras expresiones anteriores, pero continuas, como los feminicidios, han desbordado al Estado mexicano.
Ante los altos índices de violencia, son cada vez más los investigadores y especialistas de todo el país que buscan explicar no sólo la violencia del narcotráfico y la reacción punitiva del Estado; también la respuesta violenta que está dando la sociedad.
Al igual que Somalia, Haití, Brasil y, en su momento, Colombia, en México se multiplican las organizaciones paramilitares, los grupos de autodefensa, las guardias privadas (nacionales y extranjeras) y las comunidades armadas.
“El Estado mexicano ni estaba preparado ni previó que todo esto podía pasar”, dice el doctor Arturo Alvarado Mendoza, integrante del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México (Colmex), en una entrevista en la que resume los resultados de un amplio trabajo de investigación coordinado por él mismo y que, patrocinado por el Colmex, comenzará a circular en breve en forma de libro. Se intitula ¿Hacia la seguridad nacional? Seguridad nacional y seguridad interior en el siglo XXI, del que Proceso ofrece adelantos sustanciales en la presente edición. (Ver recuadros).
En la investigación participaron Sergio Aguayo Quezada, Miguel Ángel Castillo y Mónica Serrano, del Colmex; Jorge Chabat, Froylán Enciso y Carlos Montemayor; José Luis Piñeyro, de la Universidad Autónoma Metropolitana; Mónica Toussaint, del Instituto Mora; Javier Treviño Rangel, candidato a doctor por la London School of Economics, y el investigador brasileño Jorge Zaverucha, además del propio Arturo Alvarado Mendoza.
Doctor en ciencias sociales con especialidad en sociología, Alvarado ha estudiado las expresiones de violencia en la sociedad mexicana, sobre todo desde la llegada del PAN a la Presidencia de la República, y en especial la registrada en “la guerra” de Felipe Calderón contra el narcotráfico.
Señala que más de 14 mil muertos en lo que va del sexenio, un número creciente de desaparecidos y los cada vez menos inusuales hallazgos de cementerios clandestinos expresan los niveles de violencia a los que ha llegado el país. Prácticamente no hay estado que se salve. Si no son feminicidios, son ejecuciones entre narcotraficantes, enfrentamientos de las fuerzas federales con la delincuencia organizada, asaltos a comunidades por parte de milicias u homicidios de todo tipo.
“Estamos en una era de violencia criminal inédita, producida tanto por bandas delincuenciales como por las intervenciones militares y policiacas del gobierno federal”, sostiene el académico, cuyas áreas de estudio abarcan seguridad pública, justicia y estado de derecho; parte de sus investigaciones las ha realizado en instituciones de Estados Unidos, Japón y Francia.
Alvarado considera que ante la escalada de violencia registrada desde hace 15 años en México, Calderón ha tenido una “respuesta inercial”: la concentración sin precedente de recursos públicos en seguridad y el despliegue del Ejército como en los períodos más cruentos del autoritarismo del PRI, en particular el movimiento del 68 y la guerra sucia.
Calderón incluso ha ido más allá. Ha permitido que el Ejército goce ahora de más autonomía y poder que en regímenes pasados y que asuma funciones civiles como no lo hacía desde la etapa posterior a la Revolución.
De acuerdo con datos del propio Ejército, explica, actualmente 500 de sus miembros –desde generales hasta tropa– tienen licencia para ocupar cargos en las policías estatales y municipales de todo el país.
Además, esta es la administración que ha destinado el mayor gasto en seguridad, defensa y procuración de justicia de la historia. Si en 2006, en el último año de Vicente Fox, el presupuesto fue de 59 mil millones de pesos, a mitad de su sexenio Calderón ya dispuso de 266 mil millones de pesos, de los cuales 110 mil millones se asignaron a la Sedena.
Una revisión hecha por Alvarado sobre el gasto programado en esos rubros desde 2007 muestra cómo se ha disparado el presupuesto, sin que ello haya significado una disminución de la violencia. Por el contrario. En su primer año, Calderón dispuso de 71 mil millones de pesos, en conjunto, para las secretarías de la Defensa Nacional, Marina y Seguridad Pública, la Procuraduría General de la República y el Fondo de Seguridad Pública para los Estados y el Distrito Federal. El año pasado, el gasto se elevó a 83 mil millones y en este 2009 llegó a casi 112 mil millones de pesos.
En el límite
Iniciada con asesinatos políticos y el levantamiento armado en Chiapas a finales del sexenio de Carlos Salinas; acentuada por la delincuencia con Ernesto Zedillo, y desbordada por el narcotráfico con Vicente Fox y Felipe Calderón, la violencia de los últimos 15 años en México ha rebasado al Estado mexicano en sus tres niveles de gobierno –federal, estatal y municipal–, dice el investigador.
La ciudadanía se ha ido quedando indefensa en todo el país, sostiene, y advierte que “la falta de control por parte del Estado nos puede llevar a una explosión, a una epidemia de violencia que no se detiene simplemente con poner al Ejército en la calle y declarar el toque de queda”.
Con investigaciones realizadas en la Universidad de Harvard, el Tecnológico de Massachussets y el Woodrow Wilson International Center for Scholars, Alvarado sostiene que la violencia homicida desbordada y el fracaso del Estado se iniciaron con los feminicidios en Ciudad Juárez.
Pero si hace 10 años Chihuahua era el estado con la tasa de feminicidios más alta del país, ahora la violencia de género en el cinturón metropolitano de la Ciudad de México lo ha rebasado.
El promedio nacional de feminicidios está debajo de tres casos por cada cien mil habitantes, pero en la zona limítrofe del Distrito Federal pasa de cinco y en algunas partes por encima de seis.
Otra manifestación grave de la violencia homicida la identifica en la frontera sur, en Chiapas, pero también en los enfrentamientos armados ocurridos en las calles de Tijuana, Guadalajara, Oaxaca, Culiacán, Durango, Acapulco, Veracruz y otras ciudades del país.
Datos oficiales ubican a México entre los países con tasas más bajas de violencia en América Latina: 23 por cada 100 mil habitantes. Sin embargo, los niveles de homicidios en algunas ciudades se equiparan con los de algunos países de Centro y Sudamérica que han vivido procesos violentos por guerras civiles y el narcotráfico.
La comparación más obvia es con Colombia. En la etapa más cruda de la narcoviolencia, ese país llegó a tener tasas de 100 muertos por cada 100 mil habitantes; hoy es de 40 por cada 100 mil, aún demasiado alta. En México, el estado de Guerrero tiene una relación similar, de 39.7. Le siguen Michoacán, con 34.4; Oaxaca, con 31; y Sinaloa y Chihuahua, con 29.9 cada uno, refiere Alvarado.
Señala que algunas ciudades de Brasil –como Río de Janeiro– tienen tasas de entre 80 y 100 homicidios, mientras que en la ciudad de Guatemala, en la zona metropolitana de San Salvador y Tegucigalpa la situación es aún peor.
“México está en el límite para prevenir una violencia de ese tipo. De no hacerlo, nos puede llevar a una situación como la de Centroamérica, Haití, las favelas de Río de Janeiro o incluso Somalia”, considera.
Editor de La reforma de la justicia en México, publicado el año pasado por el Colmex, Alvarado abunda: “La violencia está aumentando en todas las dimensiones de la sociedad y no la estamos atendiendo. Hemos tenido días con 40 o 50 muertos”, y pueden llegar a ser “mucho más”.
Comenta que una consecuencia de la respuesta violenta del Estado al narcotráfico es que se están modificando las rutas de las drogas. “El problema es que cuando se rompen las líneas o cadenas productivas, se reorientan o se van a otro lado. Y la gente se dedica a otra cosa: si antes sólo pasaba droga, ahora roba o secuestra.
“Por experiencias históricas sabemos que pasan de un negocio ilegal a otro. Esto va involucrando a otros sectores sociales y por eso tenemos el crecimiento de violencia de todo tipo en el país. Esos efectos colaterales no se están atendiendo.”
Menciona también otro fenómeno: “Hay una sorprendente cantidad de cementerios clandestinos en México, a pesar de que los hallazgos de restos humanos parezcan pocos”.
Hace unos años, las narcofosas acaparaban la atención, sobre todo en la frontera norte, pero Alvarado ha identificado este tipo de tumbas en ocho estados del país, sólo mediante el seguimiento en prensa. Aunque precisa que no se trata de una investigación exhaustiva, asegura que “esto evidencia ejecuciones extrajudiciales sistemáticas en muchas regiones del país que no son registradas, y que hay una violencia homicida que no observamos”.
En su diagnóstico sobre la violencia desbordada en México, asegura que el país reproduce ya otro fenómeno que se dio en Somalia, Haití, Colombia y Brasil: la proliferación de grupos paramilitares, de autodefensa y de poderosos aparatos de seguridad privada.
Refiere también la presencia de empresas trasnacionales de seguridad que operaron en Afganistán e Irak. “Tienen grupos y comandos especiales de ataque que actúan en caso de un atentado contra sus clientes: grandes empresarios o representantes de empresas trasnacionales. Eso puede ser un peligro de largo plazo. A ellos no les importa la legalidad local ni el Estado ni nada. Sólo sus intereses. Y no hay controles sobre ellos”.
Además, hay grupos focalizados que se organizan para tener sus propios aparatos de seguridad, integrados por gente llegada de Israel, Estados Unidos, Gran Bretaña o Rusia. “¡Qué de milicias irregulares hay en este país y que nunca habíamos visto!”, exclama.
La tendencia es hacia el “vigilantismo”, pero el colmo es que instancias oficiales propicien que los ciudadanos se armen, critica. Es el caso de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua, que la semana pasada propuso que cada ciudadano tenga un arma para defenderse.
“Vivimos una situación en la que estas inercias generan otras olas de violencia. Primero hay estupefacción, luego se acostumbra a ella y después se generan conductas reactivas de la población que no son necesariamente las mejores para resolver los problemas de fondo.”
Para el investigador del Colmex, Chihuahua es un ejemplo de esa evolución de la violencia homicida. Después de los feminicidios, hubo estupefacción por los 10 o 12 asesinatos diarios; luego, cada mes fueron subiendo hasta rebasar los 30. Intervino entonces el Ejército por decisión de Calderón, pero no para bajar las tasas y la violencia social, sino para controlar las redes del narcotráfico. Las consecuencias fueron para la población, dice.
Ese estado representa también lo limitado de “la guerra” contra el narcotráfico, sostiene Alvarado: “El Ejército entra y sale sin mayor consecuencia. Calderón desmantela a las policías locales porque no sirven, pero no deja nada nuevo. Está generando vacíos policiales en municipios y estados y no le deja capacidad ni al gobernador para recrear una fuerza”.
Peligroso militarismo
Arturo Alvarado identifica otras formas de violencia no vinculadas al narcotráfico, como las incursiones militares y policiales en diversas regiones del país donde hay movimientos sociales o guerrillas.
A pesar de la poca información que existe al respecto, destaca los combates con el Ejército Popular Revolucionario (EPR), las incursiones de soldados en colonias populares en Ciudad Juárez y los continuos hostigamientos militares a poblaciones rurales en Veracruz, Oaxaca, Guerrero y Chiapas. “Estos hechos no están motivados por la guerra contra las drogas ilegales”, asegura.
Aunque las guerrillas en México no sean fuertes, ahí están y pueden coexistir con grupos paramilitares, tal y como ocurrió en Colombia. El próximo año, a propósito del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución, la guerrilla va a manifestarse por lo menos con comunicados, considera.
“La violencia homicida de todo tipo se está manifestando como no ocurría hace mucho. La Revolución y la guerra cristera eran los últimos períodos de violencia extrema”, dice quien además de haber trabajado en el Institute of Developing Economies-IDE, de Tokio, fue profesor invitado de la Universidad Kobe-Gakui, en Japón, e investigador invitado del Institute Francaise de Recherche Scientifique pour le Developpment et Cooperation.
Recuerda que a la violencia política registrada durante el sexenio de Salinas –cuando ya había signos de violencia del narcotráfico– le siguió la violencia delictiva surgida después de la crisis financiera de 1995.
Ante lo que caracteriza como violencia imparable entre 1995 y 1998, la respuesta del gobierno de Zedillo fue crear el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP). El operador fue su secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, actual diputado electo del PRI, que en ese momento, estaba a cargo de la seguridad pública, tarea que pasó a la Secretaría de Seguridad Pública federal creada a principios del foxismo.
En diciembre de 1995, Zedillo publicó la ley general del SNSP con la que pretendió coordinar de forma centralizada a todas las fuerzas policiales del país, pero sobre todo “metió al Ejército a participar en temas de seguridad pública y comenzó a patrullar las calles del Distrito Federal y ciudades fronterizas”, señala Alvarado.
“El Ejército entró de facto a esas labores sin las reformas ni los controles constitucionales necesarios. Lo hizo por una puerta administrativa y con el aval de la Suprema Corte”, añade.
“Zedilllo creó un sistema de seguridad punitivo al que 14 años después, sin hacerle una evaluación real, se le sigue metiendo dinero y dándole más facultades y elementos como policías nacionales sobre la misma base de la Policía Federal Preventiva”, dice.
En enero de este año, Calderón publicó las reformas al SNSP que, de acuerdo con el especialista, “le dieron enormes atribuciones al presidente, quien, junto con los gobernadores, ha gastado mucho más en seguridad, y sin ningún control porque no hay un sistema real de transparencia del gasto”.
Lo más grave es que Calderón ha abierto aún más la puerta para la intervención del Ejército, evalúa. Contrario al discurso de los militares, que dicen limitarse a responder a una necesidad específica, Alvarado encuentra que el Ejército sí tiene intereses políticos en esa participación.
“Está interesado en mantenerse en el tema no sólo por razones administrativas y de seguridad. Lo hace a sabiendas de que está ante un conflicto real, no sólo de narcotráfico, sino, en el largo plazo, con la población”, asegura.
Muestra de ello ha sido su presencia en la procuración de justicia con Fox y en seguridad pública en todo el país con Calderón. Ilustra: durante el siglo XX, en la Ciudad de México, ocho de cada 10 jefes de la policía fueron militares, en su mayoría generales.
“Si esto no dice que es un patrón de comportamiento de los altos mandos del Ejército y que no tienen interés e incentivos por ser jefes de una policía civil, entonces no hay intención política”, ironiza.
Alvarado cita información oficial de la Sedena para subrayar que, en los últimos ocho años, 90 militares de alto rango con licencia han sido jefes de policías estatales o municipales por todo el país. “Hay una militarización administrativa. En total, el Ejército reconoce que le ha dado permiso a 500 elementos para cumplir funciones de seguridad policial”.
Al arranque de su administración, Calderón dijo que la guerra contra el narcotráfico es importante, apunta, pero “lo ha sido para él, sólo para él”, enfatiza.
“Si bien reconoció el problema, utilizó al Ejército para apuntalarse. Eso todo el mundo lo sabe. Eso le dio popularidad. Pero sigue con una guerra en la que el Ejército se envuelve cada vez más y no sabemos si tiene las herramientas y las capacidades reales para enfrentarla, además de que tiene problemas por los abusos de militares contra la población.”
Asegura que si en realidad el Ejército es “la única” herramienta del Estado mexicano para enfrentar al crimen organizado, entonces hay que establecer el tiempo pertinente de su intervención y medir y evaluar esa guerra. Y urge a establecer controles legales y judiciales para evitar no sólo los abusos, sino el incremento de su autonomía, como ha ocurrido, dice.
Justifica que en la transición de un régimen priista a otro panista, y ante el aumento de la delincuencia, aumentara la autonomía militar y policial, tal y como ocurrió en las dictaduras que han transitado a democracias, pues los ejércitos siempre se reservan espacios políticos y de impunidad muy grandes, dice.
“Pero ahora el Ejército tiene más autonomía, poder y dinero que con el PRI. Y si con el tiempo se ve que la de hoy era una guerra falsa, se entiende la necesidad de protegerlo hacia adelante, incluido su comandante en jefe, que es el presidente.”
Los controles al Ejército sólo pueden salir del Congreso y del Poder Judicial, recuerda, “pero en vez de apelar al Congreso, Calderón manda una andanada de iniciativas de ley muy punitivas y discrecionales para darle más poderes al Ejército, a la Marina y a su Policía Federal” (Proceso 1708).
El Legislativo tiene las facultades, pero no ha querido ejercerlas, dice, y resalta que el Congreso, además de llamar al Ejército a cuentas, tiene que limitar el fuero militar en los casos de violaciones a los derechos humanos, como ahora ocurren.
En el caso del Poder Judicial, la Suprema Corte de Justicia de la Nación tendría que hacer cumplir el principio de que nadie está por encima de la Constitución y que no debe haber tribunales especiales. Pero tampoco le ha querido entrar al fondo de esos temas, concluye, como lo demostró la semana pasada al negar un amparo contra la jurisdicción militar.
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