miércoles, 12 de agosto de 2009
Acteal : La memoria contra la impunidad. Adriana Díaz Enciso.
Londres, a 12 agosto de 2009
Ya no sé a quién dirijo estas palabras. Pensé en escribir una carta abierta a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a la Presidencia de la República, a los abogados del Centro de Investigación y Docencia Económicas, al “historiador” Héctor Aguilar Camín, que cree que la historia se escribe entrevistando a los poderosos y dándole espaldarazos públicos a sus versiones de los hechos. Pero se cansa una de estar arrojando palabras contra murallas de piedra, verlas caer, mudas e impotentes.
Mejor escribo esta carta a mi país, a México. Porque, si bien recientemente recibí la nacionalidad británica, no he perdido la nacionalidad mexicana, y ni en mi conciencia ni en mi corazón voy a perderla nunca. La escribo de paso para quien pueda escucharla en el resto del mundo; esa es una de las virtudes de estos tiempos en que la información, las ideas y las palabras se esfuerzan por abolir fronteras. Ciertamente, la masacre de 45 indígenas tzotziles –entre ellos mujeres y niños– en Acteal, Chiapas, del 22 de diciembre de 1997, un crimen de Estado aún impune, con los autores intelectuales libres, está inscrita desde entonces en la conciencia y la memoria no sólo de México, sino del mundo.
Escribo en un intento de apelar a nuestra memoria, a la memoria de individuos con conciencia propia y libre, para que, en el dudoso caso de que lo hayan olvidado, recuerden lo que sabemos sobre la masacre de Acteal y unan sus voces a los clamores de indignación y de denuncia que se han levantado en estos días por la probable excarcelación de un buen número de los autores materiales del crimen. Justo mientras escribo esto los ministros de la Suprema Corte están reunidos, presumiblemente tratando de obtener la mayoría que opaque al único disidente entre ellos, Sergio Valls Hernández, para dejar a decenas de estos hombres en libertad.
Nosotros mientras tanto esperamos el desenlace de este vergonzoso episodio con un puño en el estómago y en la garganta, que en nada se comparan con el horror, la ira y el desaliento que deben estar sintiendo los sobrevivientes y los deudos de las víctimas de la masacre. La excarcelación en cuestión no es nada más un signo de impunidad: es una amenaza de más violencia.
Confieso que pocas veces me molesto en leer al Sr. Aguilar Camín, pero cuando llego a hacerlo, por fuerza de la necesidad como es hoy el caso, siempre me parece un hombre muy curioso. No atino a entender si cree que los destinos, las vidas y muertes de individuos concretos no son sino instrumentos de un divertimento literario en el que resulta entretenido jugar al abogado del diablo; no logro comprender qué tan desmedidas serán sus ambiciones de… ¿de qué, exactamente?, como para tomar el partido del poder cuando se trata de episodios particularmente atroces y brutales, como es el caso de la masacre de Acteal; me pregunto si alguna vez ha oído hablar de la honestidad intelectual, y si sabe lo que esto significa; no sé cómo puede dormir. Pero, sobre todo, me pregunto si cree que todos somos idiotas y, peor aún, un país de desmemoriados, capaces de aceptar sin inmutarnos su revisión de la historia, como si no hubiéramos sido testigos del horror de esta masacre.
Enarbola su versión de los hechos contra los testimonios de los sobrevivientes de la masacre, de los deudos de las víctimas, de las comunidades que conocen a los integrantes de los grupos paramilitares, contra el testimonio de los periodistas, observadores y asociaciones de defensa de los derechos humanos que han estado en la zona haciendo un trabajo serio, objetivo, necesario y sin duda arriesgado, constantemente, en la zona de conflicto desde 1994. Pretende empañar las conclusiones de las investigaciones de organismos internacionales de defensa de derechos humanos y parece pensar que, al final, no son sino las palabras de todas estas personas contra la suya.
Pero no son sólo palabras. Hay testimonios grabados y filmados de lo ocurrido en cuanto se supo de la matanza. El caso de Acteal –y de ahí que la impunidad sea aún más inconcebible– está extensamente documentado, en México y en el extranjero. Por si la memoria nos fallara tanto, existen por fortuna innumerables fuentes a las qué acudir para que nos la refresquen.
Esto en lo que respecta a un escritor con perpetua vocación de cortesano. ¿Pero qué decir de los ministros de la Suprema Corte de Justicia? ¿Cómo pueden dormir? Lo pregunto de veras, no es retórica. ¿En dónde quedó su conciencia, y en dónde su memoria? Estas 45 personas desarmadas, que estaban reunidas rezando, desplazadas de sus comunidades por la violencia ejercida en su contra por los grupos paramilitares no sólo tolerados, sino armados y entrenados por las fuerzas estatales, estas personas que fueron masacradas durante una larga escena de pesadilla, de entre 6 y 7 horas, sin que las fuerzas policiales y del ejército ni la Cruz Roja intervinieran, estas 45 vidas fueron extinguidas de una manera brutal, víctimas de un bien planeado y meticulosamente articulado ejercicio del horror, y sus sobrevivientes y deudos quedaron aún más traumatizados y desprotegidos de lo que ya estaban antes de la matanza, expulsados de sus hogares por la violencia. Hay innumerables testimonios de todo esto, ¡por Dios! Es ya ocioso repetir lo que todos sabemos. Son vidas humanas, todas, las de los hombres, mujeres (algunas embarazadas) y niños asesinados.
Como muchas otras personas del resto del país y del extranjero, yo estuve en el campamento de refugiados de Polhó poco después de la masacre. Vi a los desplazados, hablé con sobrevivientes de la masacre, vi cómo seguían siendo hostigados por el ejército y los grupos paramilitares, vi –con indecible horror– lo cerca que está el lugar de la masacre de la carretera constantemente transitada por soldados y policías y del campamento militar que entonces se encontraba justo a espaldas del de refugiados: imposible que seis o siete horas de carnicería hayan ocurrido ahí sin ser percibidas, y sin la complicidad de esos soldados y policías que, sin duda alguna, estuvieron todo este tiempo oyendo los disparos y los gritos. Todo esto lo vi yo con mis ojos y lo asimilé, como pude, en mi conciencia. Nadie me lo contó, y nadie se lo ha contado a los miles de observadores nacionales y extranjeros que han acudido a la zona desde entonces. Les aconsejaría a los ministros que se den una vuelta por ahí, donde por cierto los conflictos no se han solucionado y muchas comunidades, de bases zapatistas o no (Las Abejas no son zapatistas, por más que algunos artículos en la prensa nos traten de confundir doce años después), siguen siendo hostigadas. Que vayan y vean cómo viven tantos y tantos mexicanos: no nada más su miseria, no nada más lo expuestos que están constantemente a todo tipo de violencia, no nada más sus carencias, no nada más su dolor, sino también su entereza y su dignidad. Que vayan, a ver si aprenden algo.
Y justo en estos días el presidente Felipe Calderón niega la afirmación de Human Rights Watch de que, en México, los abusos del Ejército quedan constantemente impunes. Ya no sabe uno si reír o llorar. En caso de lo primero, sería una de esas risas de desesperación, ya sin humor alguno. El otro nombre del poder en México es Impunidad, a todo lo largo y ancho del territorio nacional. Lo sabemos los mexicanos, y es urgente que lo sepa el resto del mundo, que se acabe esta farsa hipócrita en que otras naciones se hacen de la vista gorda ante tanto y tanto crimen impune porque México es un país “con el que se pueden hacer negocios”.
Escribo esto con horror y angustia, pero no son ni el horror ni la angustia los que deben tener la última palabra. Hablé hace un momento de la entereza y la dignidad de esas comunidades indígenas en Chiapas, y no son los únicos mexicanos que saben lo que es eso. Hay muchos, en todo el país, tratando contra viento y marea de construir un país justo, con valentía y fortaleza admirables. Y entre ellos, muchos se cuentan entre los más pobres y más desprotegidos de los mexicanos, que ya es bastante decir. No los dejemos solos. Recordemos –aunque los crímenes sean innumerables, tan atroces, y sea tan doloroso recordar. Usemos nuestras palabras, nuestras imágenes, nuestra tristeza y nuestra indignación y nuestra furia para un fin común: justicia y verdad. Para que un día todos los mexicanos podamos dormir sin que nos asfixien las pesadillas de tantísima sangre impunemente derramada.
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