viernes, 19 de junio de 2009

Un laberinto en Iztapalapa

PLAZA PÚBLICA de Miguel Ángel Granados Chapa

Además de un golpe político, que hiende al PRD, la decisión de la justicia electoral federal de establecer una candidatura en perjuicio de otra ha suscitado un complicado enredo práctico, causa de innumerables perplejidades.

Un día tras otro, el lunes 15 y el martes 16, Andrés Manuel López Obrador inició acciones políticas de magnas, descomunales, proporciones. El desenlace de la primera, una singularísima denuncia de hechos ante la Procuraduría General de la República, es previsible: no será atendida porque hacerlo significaría el suicidio de los grupos de poder que han manejado una porción importante del Estado en el último cuarto de siglo. El resultado de la segunda acción no depende de la voluntad de ningún funcionario y ni siquiera de López Obrador mismo. Se trata de una movilización popular gigantesca, a realizarse en el reducido lapso de 14 días, a partir de ayer y hasta el miércoles 1o. de julio, día final de las campañas electorales.
La meta es que, contra varios designios, Clara Brugada sea jefa delegacional en Iztapalapa y rompa con su presencia el poderío de la porción capitalina de Nueva Izquierda, acaudillada por el senador René Arce. Llegar a ese objetivo requiere transitar por un laberinto y depende de que se cumplan uno a uno varios supuestos, casi ninguno de sencilla realización.
El punto de partida es una situación complicada. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación determinó que la candidata a ese cargo delegacional sea Silvia Oliva y no Clara Brugada, al revés de lo resuelto por los perredistas en marzo pasado. Pero las boletas están ya impresas y allí donde dice Brugada los votantes deberán leer Oliva. Los ciudadanos menos politizados o menos impuestos de las querellas entre dirigentes del PRD deberán saber ante la urna misma que si quieren que Brugada sea la jefa delegacional no deben cruzar el símbolo partidario donde aparece el nombre de Brugada.
Renuente el PRD en sus varios niveles (y por diversas razones) a registrar a Oliva ante la autoridad electoral capitalina, ese trámite se cubriría de todas maneras. Era inexorable, así tuviera que ejecutarlo directamente el tribunal o lo hiciera como lo hizo el comité nacional. La radical medida jurídica, que embrolló el problema en vez de resolverlo no refleja la realidad política y por eso ha requerido una respuesta de esa índole.
La expuso desde arriba López Obrador anteayer. Consiste en pedir a los perredistas y a quienes sufragan por ese partido que esta vez y en ese lugar no lo hagan, sino que voten por Rafael Acosta, candidato del Partido del Trabajo. Presente en el mitin donde el ex jefe de Gobierno capitalino trazó su estrategia, se comprometió ante los asistentes a presentar su renuncia, en caso de ganar el cargo en disputa. Allí está el primer supuesto que ha de traducirse en hecho consumado. Acosta debe contar con el apoyo de los votantes perredistas que comprendan que al sufragar por él en realidad lo hacen por Brugada, a quien se despojó de la posibilidad de triunfar directamente.
Quizá no es difícil que esta candidatura, enclenque hasta el martes y súbitamente fortalecida, venza a las candidatas del PAN y del PRI. En 2006, el blanquiazul sólo alcanzó el 18.20 por ciento de los votos y el tricolor apenas 11.5 por ciento (mientras que la coalición Por el bien de todos, formada por PRD, PT y Convergencia, se alzó hasta el 60.54 por ciento).
La batalla verdadera se librará entre las corrientes del PRD que acudieron a escoger candidata en marzo pasado. Los números de entonces, y los del tribunal el viernes pasado, las muestran casi parejas, con alrededor de 90 mil votos cada una. El meollo del asunto consiste, entonces, en la capacidad de persuasión que cada una de ellas tenga frente a los electores no afiliados al PRD pero votantes suyos desde el 2000. Ese número hará la diferencia. Con las cifras de hace tres años, se trata de unos 300 mil ciudadanos. El número será menor ahora, por el crecimiento inercial de la abstención en elecciones federales intermedias (que se comunica a las delegacionales) y por la peculiar situación a que se enfrentarán los ciudadanos de a pie, seguramente perplejos ante la complicada urdimbre en que cruzar en la boleta el símbolo del PT será en realidad hacerlo por el PRD mientras que cruzar el emblema del sol azteca será contrario al propósito del movimiento encabezado por López Obrador.
Imaginemos que mediante un abrumador esfuerzo de comunicación y propaganda Acosta logra imponerse a Oliva. Deberá cumplir en ese momento su compromiso de renunciar a un cargo al que no hubiera jamás llegado de no haberse generado el grave conflicto en que el PRD se encuentra ahora. Al quedar vacante por su dimisión la jefatura delegacional, el jefe de Gobierno conforme a sus atribuciones propondría a la Asamblea Legislativa a quien lo reemplace. En expresión a la que faltó elegancia y aun respeto a su sucesor, López Obrador dio por hecho que Marcelo Ebrard propondrá a Clara Brugada. La contundencia con que lo dijo hizo suponer que el paso habría sido acordado previamente, pero al parecer no fue así pues el jefe de Gobierno se dio por notificado sólo después de anunciado el plan que lo involucra. De todos modos, es previsible que ese supuesto se cumpla y Ebrard hará lo suyo.
Pero hay un último requisito para que el plan llegue a feliz término. La Asamblea Legislativa estará sin duda integrada, como la que está por concluir sus funciones, por una mayoría perredista. Pero no está claro aún cómo se formará la mayoría dentro de la mayoría. No hay certidumbre, por lo tanto, respecto del avenimiento legislativo para nombrar a Brugada.
Un laberinto en Iztapalapa.
Cajón de Sastre
En ruta hacia la integración de una doctrina constitucional que ensamble las libertades de información y expresión con el respeto a la vida privada y el honor de las personas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (su primera sala) amparó a un periodista denunciado por un alcalde conforme a la ley de imprenta de Guanajuato. Los ministros consideraron, por unanimidad, que "la protección de la intimidad y el honor de las personas que ocupan o han ocupado cargos de responsabilidad pública es siempre menos extenso que lo habitual porque han aceptado voluntariamente, por el solo hecho de situarse en ciertas posiciones, exponerse al escrutinio público y recibir lo que bajo estándares más estrictos (en el caso de ciudadanos ordinarios) podrían quizá considerarse afectaciones a la reputación o la intimidad".

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