Mucha es la carga simbólica, pero también mucha la sustancia, de la ceremonia de conformación de la dirigencia del Congreso del Trabajo (CT), ahora presidida por Joaquín Gamboa Pascoe, secretario general de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), realizada ayer con la asistencia del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, quien tomó la protesta correspondiente.
Éste, fiel a los rituales del viejo régimen político, pidió obediencia a los líderes del charrismo, advirtió de nuevos sacrificios para los trabajadores y formuló promesas tan inciertas como una rápida superación de la debacle económica. Gamboa, por su parte, ofrendó a su interlocutor la obsecuencia tradicional que los cetemistas brindaban a los presidentes tricolores, con un estilo arcaico en los conceptos y hasta en los elogios (valiente y viril) desplegados.
En contraste con las prebendas para quienes aceptan compartir complicidades con el poder, así sea al margen de la legalidad, el gobierno federal ha hostigado y perseguido a los gremios que no se han plegado a sus designios: baste mencionar, como botón de muestra, la campaña emprendida en contra de la dirigencia del sindicato minero que encabeza Napoleón Gómez Urrutia, en el marco de la cual el calderonismo ha empleado recursos legales y hasta meros trámites administrativos como instrumentos de golpeteo político en contra del líder minero, y ha desmentido, con ello, el supuesto compromiso con la autonomía sindical manifestado ayer.
Se asiste, pues, al refrendo de un pacto antediluviano entre las corporaciones sindicales priístas y Los Pinos, pacto que por muchas décadas se ha traducido, para las primeras, en prebendas, impunidades y tajadas de poder (como las que la actual administración ofrece a la cúpula sindical que controla a la mayor parte del magisterio), y para el Ejecutivo, en un respaldo electoral corporativo e indebido –más eficiente y oportuno el gordillista que el cetemista– y en un dique frente a los descontentos laborales.
Los colores pueden haber cambiado, pero las esencias se mantienen intactas. El gobierno federal sabe que esas estructuras a las que da legitimidad en forma periódica son uno de los más deplorables remanentes de la antidemocracia y de eso que dio en llamarse subcultura política, pero las prefiere de aliadas que de enemigas. El charrismo, por su parte, sabe que el compromiso oficial con los asalariados es meramente discursivo, y que los intereses del grupo gobernante no están del lado de los trabajadores, sino del de los capitales trasnacionales. Sin embargo, y a pesar de la alternancia de partidos ocurrida hace ocho años, la alianza se preserva en razón del mutuo beneficio de sus participantes.
Lo que ha cambiado de los primeros años 60 –tiempo en que nació Calderón Hinojosa y en que Gamboa Pascoe accedió por primera vez a un escaño legislativo– a la fecha no ocurre en las esferas del poder, sino afuera de ellas, y es el desarrollo de la cultura cívica entre la ciudadanía en general, y entre los trabajadores en particular, así como la imposición de un modelo económico depredador, y aún vigente, que ha empujado a millones de mexicanos al sector informal y que ha reducido brutalmente la demografía de la afiliación sindical. Uno y otro fenómenos han provocado, en la CTM y el CT, una severa erosión de las bases, han mermado el poder de estas cúpulas en forma significativa y las han reducido a la condición básica de referentes jurásicos de la vida política. En efecto, hoy en día, tales organismos ya no obtienen su fuerza principal del control verticalista y mafioso de los obreros organizados, sino de respaldos como el que Calderón les expresó ayer.
Ante esta circunstancia, los llamados de alerta de quienes temen un retorno del viejo régimen político parecen ser producto paradójico de un exceso de optimismo pues, a lo que puede verse –y en política, forma es fondo–, el viejo régimen nunca se ha ido.
jueves, 19 de febrero de 2009
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