Diversas organizaciones de transportistas realizaron ayer un paro nacional de 24 horas en protesta por los incrementos en el precio del diesel, y demandaron al Ejecutivo federal el cese de esas alzas y la reducción del costo del combustible a 6.31 pesos el litro.
La falta de unidades afectó a decenas de miles de usuarios del transporte público en todo el territorio nacional, al grado de que algunas autoridades estatales y municipales tuvieron que echar mano de patrullas y demás vehículos oficiales para garantizar la movilidad de la población. A su vez, los productores nacionales de leche efectuaron diversas movilizaciones en demanda de una reorientación de las políticas agropecuarias vigentes, las cuales han llevado a la quiebra de decenas de miles de ellos, y de una acción concreta de las autoridades, las cuales han permitido la competencia desleal que representa la leche en polvo importada en detrimento del producto fresco. Por su parte, los trabajadores administrativos de la Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS) estallaron una huelga para exigir un incremento salarial que contrarreste la pérdida del poder adquisitivo de sus salarios, mientras maestros disidentes de Guerrero prosiguieron su movilización para lograr una estrategia educativa más coherente y justa que la que se pretende imponer mediante la Alianza por la Calidad en la Educación (ACE).
Al desasosiego de sectores laborales y productivos se suman las malas noticias económicas: ayer mismo, la Secretaría de Economía pronosticó que en el curso de este año se perderán 300 mil puestos de trabajo, se mantendrán la carestía y la inflación, y seguirá deteriorándose, con ello, el nivel de vida de la población, de por sí afectado por rezagos sociales históricos.
La postura oficial ante el alto precio del diesel es ilustrativa de las actitudes insensibles que la actual administración ha adoptado frente a las acuciantes necesidades de una sociedad que ya se debate en medio de la crisis: el gobierno calderonista ha hecho caso omiso a la necesidad de cambiar la política de precios de combustibles, que practica a instancias de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público –y que en el momento presente constituye un factor ofensivo para la economía popular–; ha desatendido los reclamos que le han espetado a su titular desde la sociedad e incluso desde el seno de la clase política –ayer mismo, el gobernador de Sinaloa, Jesús Aguilar Padilla, dijo frente a Felipe Calderón que el incremento en el diesel “aumenta la discordia social”, sin que el jefe del Ejecutivo federal se inmutara– y se ha limitado a emprender medidas cosméticas y hasta demagógicas, como el “congelamiento” del precio de las gasolinas o la “reducción del incremento” del diesel, que no recogen las demandas de los sectores afectados ni mucho menos revierten las consecuencias de esas alzas.
Todo ello, a pesar de la ausencia de justificaciones propiamente económicas para mantener los precios de los combustibles en su nivel actual, cuando el petróleo se ha depreciado sustancialmente y, en consecuencia, sus derivados se han abaratado prácticamente en todo el mundo. Por lo demás, el reiterado empeño gubernamental por homologar los costos de los combustibles en México con los “precios internacionales” es insostenible, habida cuenta de que los salarios en nuestro país son, por mucho, inferiores a los que se perciben en naciones como Estados Unidos; en todo caso, las autoridades tendrían que procurar un aumento sustancial en los sueldos antes de subir los costos de esos productos. Una consideración adicional por la cual el gobierno federal debiera ajustar a la baja el precio del diesel es de índole política: hasta ahora, Felipe Calderón no sólo ha incumplido una de sus promesas fundamentales de campaña –la de no incrementar los precios de los combustibles–, sino que ha logrado articular las muestras de descontento en diversos sectores de la sociedad y de la economía y que, sin ignorar otras expresiones, dieron prueba de su extensión en las movilizaciones que tuvieron lugar el pasado 30 de enero en esta capital en contra del carácter nocivo y antipopular de la actual política económica.
El actual gobierno, deficitario de legitimidad y con una debilidad de origen ante el conjunto de sus interlocutores, tendría que ensayar, a la brevedad, alternativas viables en el manejo de la economía que operen como factores de distensión ante las crecientes muestras de inconformidad social; debe hacerlo, cuando menos, por motivos de supervivencia política, porque la postura indolente, arrogante e impasible que lo ha caracterizado hasta ahora puede resultar muy costosa para el país en términos de gobernabilidad y estabilidad política, como empieza a verse.
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