Cuando apareció publicado El grupo Monterrey –era el otoño de 1982–, ciertos lectores me preguntaban sigilosos si no había sufrido represalias de alguno de los industriales protagonistas de mi libro. Sabía que lesionaba su curiosidad respondiéndoles la verdad, pero carecía de alternativa. No. Estaban demasiado ocupados tratando de resolver sus problemas financieros. Menos tal vez de lo que lo estarán ahora.
La maldición velardiana nos persigue. Los petrodólares enloquecen a individuos exóticos en el poder, como José López Portillo y Vicente Fox, que hicieron lo imposible por transferir los excedentes de nuestro petróleo a quienes les dieron usos irresponsables. Luego vino –entonces y ahora– el hundimiento.
El reciente préstamo al grupo regiomontano Vitro por mil millones de pesos, con dudosas garantías de por medio, recuerda el escandaloso cuanto ilegal préstamo de Banobras a Alfa, en 1981, que anunció el desastre cuyo subrayado fue la fuga de capitales en febrero del año siguiente. Los recursos del petróleo y el erario irían a parar a las arcas de bancos, inmobiliarias, instrumentos financieros y paraísos fiscales en manos de la usura y la especulación internacionales. En territorio patrio quedaba la frustración y la penuria: deuda externa contraída por las grandes empresas y absorbida en buena medida por el erario, desempleo, pobreza y desesperación.
El gobierno, ya entrado en gastos neoliberales, con una mano recetó las medidas-amargas-y-dolorosas-pero-necesarias, la austeridad y las restricciones salariales y crediticias a la mayoría, y con la otra colmó de casinos bursátiles a los responsables de haberse endeudado en dólares hasta las crestas y también, a través del Ficorca, permitió que pagaran su deuda en pesos: lo que faltara para cubrirla en dólares, debido a la inflación, sería pagado por el propio gobierno con dinero público. Era el principio del nuevo modelo de acumulación: el gobierno drenaba todos los recursos públicos que podía a los capitalistas más ricos y los sustraía a la economía de los mexicanos de menores ingresos.
El salinismo, segundo de los gobiernos neoliberales, sintonizaba con uno de los principios del pensamiento social católico tamizado por el PAN: más sociedad (anónima) y menos gobierno, que incluía el concepto de subsidiariedad. Por subsidiariedad (intervención del Estado sólo en lo muy estrictamente necesario para preservar el bien común) entendieron cheques grandes para los empresarios (Fobaproa), que tenían dificultad para cobrar la cartera vencida y pagar sus deudas, y recursos del monedero para que los pobres no se quejaran más de lo debido (Solidaridad). Cuando un gobierno pretende destinar cheques más o menos grandes para nivelar los desequilibrios sociales y de ingreso, ya se sabe que eso es socialismo tan puro como inaceptable.
Después de la crisis de 1994-95, el gobierno de Ernesto Zedillo, tercero de la época neoliberal, se muestra pródigo de nueva cuenta con los empresarios de mayor tamaño: rescata sus empresas quebradas y les vende a precio de ganga los bancos ya saneados y reducidos a un número menor para que haya competencia, pero no tanta.
De todo ese proceso, el de Monterrey fue el grupo empresarial más beneficiado. Algunos de los bancos más grandes que le tocan en la venta bancaria de garage le sirven para hacerse autopréstamos y especular, como fue el caso de los dueños de Vitro, maniobra que condujo a Banca Serfin a la ruina. El IPAB, para enfatizar la vocación despilfarradora del Estado mexicano, salió a su rescate. Un rescate que costó más que su venta al capital extranjero.
Con la venta de los bancos a la banca extranjera –la excepción fue Banorte–, el grupo Monterrey apremia los pocos pasos que le quedan para iniciar su descenso en la parábola económica y social.
En la década de los 80, el industrial regiomontano Alberto Santos señalaba categórico que, a diferencia de la iniciativa privada, el Estado era un mal empresario. Gamesa, la importante industria galletera que hasta entonces había encabezado, pronto pasó a los dominios de Pepsico. La desinversión (eufemismo por venta de activos para salir de apuros) sería frecuente desde entonces y hasta nuestros días. Vitro se queda sólo con dos de cinco divisiones que tenía.
El grupo Pulsar, de Alfonso Romo, debió vender a Monsanto la única empresa con tecnología de punta y contornos globales que había adquirido hacía no mucho: Seminis. El complejo industrial Imsa, de la familia Clariond Reyes-Canales Clariond, es ahora propiedad de la trasnacional Techint. El grupo Alfa vendió su división siderúrgica Hylsamex a la misma Techint. A Cemex le ocurrió lo mismo que a Alfa hace poco más de un cuarto de siglo: gastó y se endeudó en dólares más allá de su capital y de su capacidad de pago. Sus valores en la bolsa de Nueva York cayeron bruscamente y su acción perdió casi tres cuartas partes de su valor. Como empresa debe más de lo que vale.
El grupo Monterrey fue el primero en elaborar un discurso neoliberal: siempre reprobó la intervención del Estado en la economía. Su práctica, por el contrario, apeló una y otra vez al proteccionismo. No impulsó lo suficiente el avance tecnológico como única posibilidad de competir en el mercado internacional y aceptó, erróneamente, reducir sus inversiones en el país y aumentarlas en el extranjero. Salvo la fugaz experiencia de Pulsar y la más reciente de Alfa en la fabricación de autopartes, también en riesgo de sufrir la ruda contracción de la industria automotriz en Estados Unidos, sus industrias se tornaron obsoletas.
Hoy, por su alianza con el gobierno de Felipe Calderón (en contra de Andrés Manuel López Obrador), todavía puede ver a uno de sus hombres, Héctor Rangel Domene, al frente de Bancomext y Nafinsa. Estará allí para beneficiarlo en el corto plazo. Pero su poderío se ha agotado. Creyó que se podía comer al globo; el globo se lo comió a él usándolo, además, como caballo de Troya.
sábado, 13 de diciembre de 2008
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