■ Por qué no se olvida
Cada quien, de quienes la vivimos, recuerda a su modo la noche de Tlatelolco. Yo tenía 30 años, estaba reciéncasado y prosperaba. Mi hijo Esteban estaba a punto de nacer. Trabajaba en un despacho importante, en un ambiente muy conservador. El movimiento estudiantil nos había sacudido. Algunos de los jóvenes estábamos en favor, pero la mayoría de los abogados estaban con Díaz Ordaz. Aquella tarde discutíamos un problema legal. Por el ventanal se veía el Palacio de Bellas Artes. De pronto, las sirenas de ambulancias nos hicieron suspender la conversación. Pasaron por Niño Perdido (Lázaro Cárdenas) ambulancias y carros del Ejército y de la policía. Se oían claramente detonaciones. Alguno comentó que eran cohetes. Pero el señor Murphy, un ejecutivo estadunidense quien era veterano de guerra, nos dijo: “son tiros de verdad, y de armas largas”.
La junta terminó y yo salí; tomé mi coche y me dirigí a Tlatelolco. Las Olimpiadas estaban ya muy cerca y el movimiento se había replegado. Me dirigí al complejo de las Tres Culturas en mi pequeño Renault. La zona estaba acordonada, pero pude dar la vuelta bordeando la calle Manuel González (hoy Eje 2 norte). Había pelotones de soldados que bajaban de los edificios. Algunos de ellos cargaban muertos en camillas. Oí claramente cómo continuaba el tiroteo y me fui a mi casa. Hacia las 9 de la noche nos llamaron para decirnos que mi hermano Francisco, entonces periodista de Excélsior, había sido herido en el mitin. Paco, como un enjambre de periodistas nacionales y extranjeros, había estado en el fatídico piso tercero del edificio Chihuahua, desde donde se dirigía el mitin. A las 6 de la tarde vio cómo estallaban en el aire las señales de bengala. Instantes después, un grupo de asalto, vestido de civil y con guantes blancos, atacó. Obligaron a todos los estudiantes y periodistas a tirarse al suelo y empezaron a disparar hacia la plaza. Abajo, sobre la multitud, avanzaban a bayoneta calada soldados que respondieron con ráfagas de ametralladora los tiros que les disparaban el batallón Olimpia y otros francotiradores apostados en las ventanas del edificio. Los olímpicos empezaron a gritar aterrorizados y mi hermano tuvo la impresión de que había una confusión entre francotiradores y soldados. Excélsior, que empezaba a ser dirigido por don Julio Scherer, publicó un cartón de Abel Quezada. Un cuadro en negro titulado ¿Por qué? Esto hizo que Díaz Ordaz atacara con saña al periódico y a Scherer durante años.
A partir del día siguiente, la televisión, los medios, la Iglesia, los empresarios y la clase política cerraron filas en torno de Díaz Ordaz. La versión oficial sobre la matanza estudiantil no ha cambiado hasta ahora. El recuerdo de la infamia no se borra de la memoria pública. Ni los autores ni los cómplices fueron castigados. Todo quedó oculto e impune. Pero, sobre todo, la perversidad que produjo el desastre sigue vigente.
domingo, 5 de octubre de 2008
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